Cuando todo parece encajar: Elegirnos a nosotros mismos

—Mamá, hoy me voy a atrasar, es el cumpleaños de Camila. Vamos al cine con los chicos —me gritó Artur desde la puerta, mientras se ponía la mochila al hombro y me lanzaba un beso rápido en la mejilla. Antes de que pudiera responderle, ya estaba en el baño, tarareando una cumbia pegajosa y riéndose con esa despreocupación que sólo tienen los adolescentes.

Me quedé parada junto a la ventana, mirando cómo la luz del atardecer caía sobre las calles polvorientas de nuestro barrio en Córdoba. Afuera, los perros ladraban y el olor a pan recién horneado llegaba desde la panadería de doña Marta. Por un momento, sentí que todo estaba bien. Mi hijo feliz, mi esposo trabajando en el taller mecánico de su hermano, la casa limpia, la comida lista. Todo parecía encajar. Pero adentro mío, algo crujía.

—¿Y vos? ¿No vas a salir nunca? —me preguntó mi hermana Lucía por teléfono esa misma tarde—. Siempre estás para todos menos para vos.

No supe qué responderle. ¿Salir? ¿A dónde? ¿Con quién? Había olvidado hasta cómo se sentía tener una tarde libre, sin pensar en listas de compras o en las cuentas por pagar. Desde que me casé con Javier y nació Artur, mi vida se había convertido en una sucesión de días iguales: levantarme temprano, preparar desayunos, limpiar, trabajar medio turno en la farmacia del barrio y volver corriendo para hacer la cena.

Esa noche, mientras Javier se duchaba y cantaba un viejo tema de Los Enanitos Verdes, me senté en la mesa del comedor y miré mis manos. Estaban ásperas, con las uñas cortas y sin esmalte. Recordé cuando era joven y soñaba con viajar por Latinoamérica, escribir un libro o al menos tener tiempo para leer uno. Ahora apenas podía terminar una revista entre una tarea y otra.

—¿Qué hacés ahí tan seria? —Javier salió del baño con una toalla en la cintura y me miró con esa mezcla de ternura y cansancio que arrastrábamos desde hacía años.

—Nada… Pensando —respondí bajito.

—No te preocupes tanto, che. Mirá cómo está todo: Artur bien, la casa bien… ¿Qué más querés?

No supe qué decirle. ¿Qué más quería? ¿Era egoísta querer algo más?

Esa pregunta me persiguió toda la semana. En el trabajo, mientras atendía a las clientas que venían a buscar remedios o cremas para las arrugas, escuchaba sus historias: mujeres como yo, cansadas pero sonrientes, resignadas a ser el pilar invisible de sus familias. Una tarde, doña Rosa me dijo:

—Ay, Mary, vos siempre tan atenta… Ojalá mis hijas fueran como vos.

Sonreí por compromiso. Por dentro sentí un nudo en el estómago.

El viernes, Lucía volvió a insistir:

—Vamos al centro el sábado. Hay una charla sobre mujeres y autoestima en la Casa de la Cultura. Dale, aunque sea una vez…

No sé qué me impulsó a decir que sí. Tal vez fue el cansancio o tal vez ese deseo escondido de sentirme viva otra vez.

El sábado amaneció lluvioso. Javier refunfuñó porque tenía que ir al taller igual y Artur dormía como un tronco después de su salida con los amigos. Me vestí rápido, sin maquillaje ni peinarme demasiado. Cuando Lucía pasó a buscarme en su moto, sentí una mezcla de culpa y emoción.

La charla fue sencilla pero poderosa. Hablaron de cómo las mujeres en Latinoamérica cargamos con el peso de cuidar a todos menos a nosotras mismas. Una psicóloga preguntó:

—¿Cuándo fue la última vez que hicieron algo sólo para ustedes?

Miré alrededor: todas bajaron la mirada. Sentí ganas de llorar.

Al volver a casa, Javier estaba molesto:

—¿Y vos dónde estabas? Artur tenía hambre y no había nada hecho…

—Fui a una charla con Lucía —le respondí sin levantar la voz.

—¿Y eso? ¿Desde cuándo te da por esas cosas?

Me encogí de hombros. No tenía ganas de discutir.

Esa noche no pude dormir. Pensé en mi mamá, que siempre decía: «Primero los hijos, después el marido… y si queda tiempo, vos». Pero ¿y si nunca queda tiempo?

Los días pasaron y empecé a cambiar pequeñas cosas: salía a caminar sola por el barrio después de cenar; me anoté en un taller de escritura los miércoles; empecé a decir que no cuando no quería hacer algo. Al principio Javier se molestaba:

—¿Y ahora qué te pasa? ¿Te creés mejor que nosotros?

Pero yo ya no podía volver atrás.

Una tarde, Artur llegó del colegio y me encontró escribiendo en el patio.

—¿Qué hacés má?

—Escribo un cuento —le dije sonriendo.

Se quedó mirándome raro pero después se sentó a mi lado.

—¿Me lo leés cuando termines?

Sentí una ternura inmensa. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que podía ser madre sin dejar de ser yo misma.

Las peleas con Javier se hicieron más frecuentes. Él no entendía mi necesidad de espacio ni mis ganas de hacer cosas sola. Una noche discutimos fuerte:

—¡Siempre fuiste así! ¡Nunca te alcanzó nada! —gritó él.

—No es eso —le respondí llorando—. Sólo quiero sentir que mi vida también me pertenece.

El silencio se hizo pesado entre nosotros.

Pasaron semanas difíciles. Hubo días en que pensé en dejar todo y volver a ser la Mary sumisa de antes. Pero cada vez que dudaba, recordaba las palabras de la psicóloga: «Si vos no te elegís primero, nadie lo va a hacer por vos».

Un domingo por la tarde, mientras tomábamos mate en el patio, Javier me miró serio:

—¿Todavía me querés?

Lo miré largo rato antes de responder:

—Te quiero… pero también me quiero a mí.

Él bajó la mirada. No dijo nada más.

Hoy escribo esto mientras escucho a Artur reírse con sus amigos en el cuarto y Javier arregla algo en el garaje. La vida sigue igual y distinta al mismo tiempo. Aprendí que elegirnos no es egoísmo: es sobrevivir en un mundo que nos quiere invisibles.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más viven así, sintiendo culpa por querer algo propio? ¿Cuándo vamos a dejar de pedir permiso para ser felices?