Cuatro paredes, demasiados sueños: Mi lucha por un hogar de verdad

—¿Otra vez llegaste tarde, Andrés? —le pregunté mientras trataba de calmar a Mateo, que lloraba porque la vecina de arriba había vuelto a gritarle a su perro y el ruido lo asustaba.

Andrés ni siquiera me miró. Dejó caer su mochila en la esquina, junto a la puerta, y se fue directo al baño. El departamento olía a humedad y a sopa instantánea. Las paredes, tan delgadas que podía escuchar la televisión del vecino, parecían cerrarse cada vez más sobre nosotros. Me senté en la cama —que también era nuestro sofá— y abracé a Mateo, sintiendo cómo su cuerpecito temblaba.

A veces me pregunto si esto es vivir o solo sobrevivir. Cuando llegué a la Ciudad de México desde Veracruz, tenía sueños grandes: estudiar diseño gráfico, tener una casa con patio, ver a mi hijo correr libre sin miedo a los gritos ni a los balazos lejanos. Pero la realidad me golpeó como una ola fría. Encontrar trabajo sin experiencia fue casi imposible. Terminé limpiando casas en la colonia Roma, mientras Andrés conseguía lo que podía en una taquería.

—Mamá, ¿hoy sí vamos al parque? —me preguntó Mateo con esos ojos enormes que heredó de mi abuela.

—Hoy no, mi amor. Está lloviendo —mentí. En realidad, no quería salir y enfrentar las miradas de los vecinos, que siempre cuchichean sobre nosotros: “Ahí van los provincianos”, “Seguro ni pagan renta a tiempo”.

Esa noche, mientras cenábamos arroz con huevo, Andrés me miró por fin.

—Me ofrecieron horas extra en el local. Pero tendría que quedarme hasta la madrugada.

Sentí un nudo en el estómago. Eso significaba más dinero, sí, pero también más soledad. Más noches en las que tendría que inventar cuentos para Mateo y fingir que todo estaba bien.

—Haz lo que tengas que hacer —le dije, aunque por dentro quería gritarle que ya no podía más.

Después de acostar a Mateo, me senté junto a la ventana rota y miré las luces lejanas de la ciudad. Pensé en mi mamá, allá en Veracruz, que siempre me decía: “Camila, tú eres fuerte. No te dejes vencer”. Pero ella nunca supo lo que era vivir entre cuatro paredes húmedas, con el miedo constante de no llegar a fin de mes.

Al día siguiente, recibí una llamada de mi hermana, Lucía.

—¿Por qué no te regresas? Aquí hay espacio para ti y para Mateo —me dijo con voz dulce.

—No puedo, Lucía. Andrés no quiere dejar la ciudad. Y yo… yo tampoco quiero regresar derrotada.

Colgué sintiéndome más sola que nunca. ¿Por qué mi familia solo me buscaba para recordarme lo lejos que estaba? ¿Por qué nadie preguntaba cómo me sentía realmente?

Esa tarde, mientras limpiaba la casa de una señora en Polanco, escuché una conversación entre ella y su hija:

—Mamá, ¿por qué no le das un aumento a Camila? Hace mucho más que las otras señoras.

—Ay, hija, porque si le pago más se va a poner exigente —respondió la señora sin saber que yo escuchaba.

Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Eso era todo lo que valía mi trabajo? ¿Mi vida?

Regresé al departamento con los pies adoloridos y el corazón aún más pesado. Encontré a Andrés dormido en la cama-sofá y a Mateo jugando con una caja vacía de cereal. Me senté junto a él y le acaricié el cabello.

—¿Sabes qué, Mateo? Un día vamos a tener una casa grande, con jardín y un perro —le susurré.

—¿De verdad? —preguntó ilusionado.

—Sí, te lo prometo.

Pero esa noche lloré en silencio. No sabía cómo ni cuándo podría cumplir esa promesa.

Pasaron los meses y las cosas no mejoraron. Andrés cada vez estaba más ausente; cuando estaba en casa, apenas hablaba. Una noche discutimos fuerte:

—¡No puedo más con esta vida! —grité—. ¡No somos felices!

—¿Y qué quieres que haga? ¡Estoy trabajando todo el día para que no nos falte nada! —me respondió furioso.

Mateo se despertó asustado y corrió hacia mí. Lo abracé fuerte mientras Andrés salía dando un portazo.

Al día siguiente no volvió. Ni el siguiente. Me sentí abandonada y traicionada. Llamé a su mamá en Puebla, pero solo me dijo:

—Andrés necesita tiempo para pensar. No lo presiones.

¿Tiempo para pensar? ¿Y yo? ¿Quién pensaba en mí?

Los días se volvieron grises. Empecé a buscar trabajo como asistente en una pequeña imprenta cerca del metro Hidalgo. El dueño, Don Ernesto, era amable pero exigente. Me pagaba poco, pero al menos sentía que hacía algo más que limpiar casas ajenas.

Una tarde lluviosa llegó Andrés. Tenía la barba crecida y los ojos rojos.

—Perdóname, Cami —me dijo apenas abrí la puerta—. No supe cómo manejar todo esto…

No le respondí. Solo lo dejé entrar porque Mateo corrió a abrazarlo.

Esa noche hablamos largo y tendido. Lloramos juntos por todo lo perdido: los sueños rotos, la familia distante, la soledad entre cuatro paredes ajenas.

—¿Y si nos vamos a Puebla con tu mamá? —le propuse—. Allá podríamos empezar de nuevo…

Andrés dudó mucho tiempo antes de asentir.

Empacamos nuestras pocas cosas y nos despedimos del departamento que nunca fue un hogar. En el autobús hacia Puebla sentí miedo e ilusión al mismo tiempo. No sabía si allá encontraríamos lo que buscábamos, pero al menos estaríamos juntos.

Hoy escribo estas líneas desde una pequeña casa prestada por mi suegra. No es perfecta: las paredes tienen grietas y el techo gotea cuando llueve. Pero aquí Mateo puede correr en el patio y yo he empezado a tomar clases nocturnas de diseño gráfico en la universidad pública.

A veces extraño la ciudad y sus luces lejanas; otras veces extraño incluso ese departamento húmedo donde aprendí lo fuerte que puedo ser.

Me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo están luchando por un hogar verdadero? ¿Cuántos sueños caben entre cuatro paredes? ¿Vale la pena seguir soñando cuando todo parece perdido?

¿Y tú? ¿Alguna vez sentiste que tu hogar no era realmente tuyo?