Cuatro paredes, mil recuerdos: ¿Puedo dejarlo todo atrás?
—Mamá, ya no puedes seguir sola aquí. Monterrey es más tranquilo, y yo podría cuidarte—. La voz de Santiago retumba en el pequeño comedor, rebotando entre las paredes que han escuchado risas, llantos y secretos durante cuatro décadas.
Me quedo mirando la taza de café entre mis manos. El vapor se disipa, igual que mi seguridad. ¿Cómo explicarle que este departamento no es solo concreto y pintura? Aquí, en este rincón de la colonia Roma, aprendí a ser madre, esposa y finalmente, mujer sola. Aquí vi partir a mi esposo, Ernesto, hace ya quince años. Aquí celebré los cumpleaños de Santiago, sus graduaciones, sus primeras derrotas y sus grandes victorias.
—No es tan fácil, hijo —le respondo con voz temblorosa—. Cada rincón de este lugar tiene algo tuyo, algo de tu papá… algo mío.
Santiago suspira. Sé que está cansado. Sé que su vida en Monterrey es agitada: dos hijos pequeños, un trabajo que lo consume y una esposa que apenas conozco. Pero insiste:
—Mamá, la ciudad ya no es segura. ¿No viste lo que le pasó a la vecina? Además, aquí te vas a enfermar de la soledad.
La soledad… esa palabra pesa más que cualquier ladrón o temblor. La soledad me acompaña desde que Ernesto se fue. Al principio era un monstruo enorme que me acechaba en las noches; ahora es una sombra familiar, una presencia que aprendí a tolerar. A veces hasta le hablo en voz baja mientras riego las plantas del balcón.
Recorro con la mirada las paredes llenas de fotos: Santiago con uniforme escolar, Ernesto abrazándome en Acapulco, mi madre sentada en el sillón azul que ya no existe. Cada imagen es una herida abierta y una caricia al mismo tiempo.
—¿Y si vendes todo y te vienes? —insiste Santiago—. Podrías ayudarme con los niños. Ellos te necesitan.
Me imagino en Monterrey: un cuarto nuevo, muebles ajenos, el olor de otra casa. ¿Podría acostumbrarme? ¿Podría ser útil otra vez? ¿O solo sería una carga más para Santiago y su esposa?
Esa noche no duermo. Me levanto y camino descalza por el departamento. El piso cruje bajo mis pasos; conozco cada sonido, cada grieta. Me detengo frente al espejo del baño: veo a una mujer de sesenta y ocho años, con el cabello encanecido y los ojos cansados. Pero también veo a la joven que llegó aquí con Ernesto en 1984, llena de sueños y miedo.
Recuerdo la primera vez que escuché llorar a Santiago en este mismo departamento. Recuerdo las noches de insomnio esperando a Ernesto cuando trabajaba hasta tarde. Recuerdo las peleas por dinero, las reconciliaciones en la cocina, los domingos de películas en la sala.
Al día siguiente, bajo al mercado como siempre. Doña Lupita me saluda desde su puesto de flores:
—¿Cómo está, doña Teresa? ¿Hoy se lleva las rosas blancas?
Sonrío y asiento. Ella no sabe que quizás sea la última vez que le compre flores. Camino entre los puestos y saludo a don Manuel, el panadero; a las chicas de la papelería; al señor del puesto de jugos. Todos forman parte de mi rutina, de mi historia.
Por la tarde recibo la llamada de mi hermana, Carmen, desde Puebla:
—Tere, piénsalo bien. No es fácil dejar todo atrás a nuestra edad. Pero tampoco puedes quedarte sola para siempre.
—¿Y si me arrepiento? —le pregunto con voz baja.
—Siempre puedes volver —dice ella—. Pero a veces hay que saltar al vacío para descubrir si aún podemos volar.
Esa noche Santiago me llama otra vez. Su tono es más suave:
—Mamá, no quiero presionarte. Solo quiero que estés bien.
—Lo sé —le digo—. Dame tiempo para pensarlo.
Cuelgo y me siento en el sillón viejo del salón. El silencio me envuelve como una manta pesada. Pienso en las palabras de Carmen: saltar al vacío… ¿y si caigo? ¿Y si vuelo?
Los días pasan entre cajas de cartón y recuerdos polvorientos. Empiezo a guardar algunas cosas: cartas viejas, juguetes rotos de Santiago, el vestido azul que usé en la boda de Ernesto. Cada objeto es una despedida silenciosa.
Una tarde tocan la puerta: es doña Lupita con un ramo de rosas blancas.
—Me enteré por el portero… ¿Se va?
Asiento con lágrimas en los ojos.
—Aquí siempre tendrá su casa —me dice abrazándome fuerte.
El día de la mudanza llega demasiado rápido. Santiago viaja desde Monterrey para ayudarme. Lo veo recorrer el departamento con nostalgia y culpa.
—Perdóname por pedirte esto —me dice mientras carga una caja.
—No tienes por qué pedir perdón —le respondo—. Eres mi hijo; haría cualquier cosa por ti.
Antes de cerrar la puerta por última vez, recorro cada habitación con la mirada. Me despido en silencio de cada recuerdo, de cada alegría y cada dolor.
En el avión hacia Monterrey siento un vacío inmenso y una esperanza tímida peleando dentro de mí. No sé si podré llamar hogar a otro lugar; no sé si podré empezar de nuevo a esta edad.
Pero mientras miro por la ventanilla y veo alejarse la ciudad que fue mi vida entera, me pregunto: ¿Es posible dejar atrás todo lo que fuimos sin perdernos a nosotros mismos? ¿O acaso el verdadero hogar está donde están quienes amamos?