¿De verdad me dejó a mi nieta?
—¿De verdad me dejaste a mi nieta? —La pregunta me quemó la garganta apenas crucé la puerta y vi la nota sobre la mesa. El sudor frío me recorrió la espalda. No, no puede ser. Hania no haría eso. Seguro vuelve. Seguro…
Pero la casa estaba en silencio, demasiado silencio para una tarde en la que normalmente Hania y yo discutíamos por cualquier cosa: por la ropa tirada, por el arroz pasado, por las tareas de Camila. Ahora, ni el eco de sus pasos quedaba. Solo el papel doblado con su letra apurada:
“Mamá, no puedo más. Cuida a Camila. Perdóname.”
Me senté de golpe, como si las piernas ya no fueran mías. Camila jugaba en el patio, ajena a todo, con sus muñecas rotas y su vocecita inventando historias mejores que la nuestra. ¿Cómo le explico que su mamá se fue? ¿Cómo le explico que yo tampoco sé por qué?
No éramos una familia perfecta, pero ¿quién lo es en este barrio de San Miguelito? Aquí todas las casas tienen grietas, todas las madres gritan y todas las hijas sueñan con escapar. Pero una cosa es soñar y otra dejar a tu hija con tu madre, como si yo pudiera hacerlo mejor.
—¡Camila! —llamé con voz temblorosa.
—¿Sí, abuela? —respondió, corriendo hacia mí con las rodillas raspadas y el cabello enredado.
—Ven, mi amor…
La abracé fuerte, como si pudiera protegerla del vacío que acababa de instalarse en nuestra casa. Olía a tierra y a sudor infantil. Me pregunté si Hania alguna vez sintió mi abrazo así de fuerte, o si siempre fui demasiado dura, demasiado ocupada, demasiado cansada.
Esa noche no dormí. Me senté en la cama con el celular en la mano, esperando un mensaje, una llamada, cualquier señal de Hania. Revisé sus redes sociales: nada. Llamé a sus amigas: tampoco sabían nada. Solo recibí silencios incómodos y promesas vacías de avisarme si sabían algo.
Al día siguiente fui al trabajo como un zombi. En la fábrica de textiles nadie notó mi cara pálida; aquí todas tenemos problemas parecidos. Mi amiga Rosa me miró con lástima:
—¿Otra vez peleaste con Hania?
—Esta vez se fue —susurré.
Rosa suspiró y me apretó la mano.
—A veces las hijas necesitan irse para entender…
Pero yo no quería entender nada. Quería a mi hija de vuelta. Quería que gritáramos otra vez por tonterías y que Camila se tapara los oídos fingiendo que no nos escuchaba.
Esa tarde busqué entre las cosas de Hania alguna pista. Encontré su cuaderno viejo de poemas, el que escribía cuando era adolescente y soñaba con ser escritora. Leí uno al azar:
“Quiero volar lejos,
donde nadie me diga qué hacer,
donde pueda ser yo,
sin miedo ni reproches.”
Sentí un nudo en la garganta. ¿Cuántas veces le dije que no servía para nada? ¿Cuántas veces le recordé que yo trabajaba para darle todo y ella solo sabía quejarse?
Esa noche Camila preguntó:
—Abuela, ¿mamá va a volver?
No supe qué responderle. Le mentí:
—Claro que sí, mi amor. Solo fue a buscar trabajo.
Pero Camila no es tonta. Me miró con esos ojos grandes y tristes que heredó de Hania.
Pasaron los días y la rutina se volvió más pesada. Camila empezó a mojar la cama otra vez; yo perdí el apetito y el sueño. En el barrio empezaron los rumores:
—Dicen que Hania se fue con un hombre mayor…
—Tal vez está en Panamá buscando trabajo…
—¿Y si le pasó algo malo?
Cada comentario era una puñalada. Me sentía juzgada por todos: por ser mala madre, por no saber criar a mi hija ni a mi nieta.
Una tarde, mientras lavaba ropa en el patio, llegó mi hermana Lucía:
—Valentina, tienes que dejar de culparte tanto. Hania ya es grande.
—Pero sigue siendo mi hija —le respondí entre lágrimas—. ¿En qué fallé?
Lucía me abrazó fuerte.
—Aquí todas fallamos. Pero también seguimos adelante.
Esa noche soñé con Hania pequeña, corriendo por el parque y riendo a carcajadas. Me desperté llorando, con Camila abrazada a mi cintura.
Los días se hicieron semanas. Aprendí a peinarle el cabello a Camila (aunque siempre quedaba chueco), a preparar su desayuno favorito (arroz con leche), a leerle cuentos antes de dormir aunque mi voz temblara al final de cada historia.
Un domingo cualquiera, mientras barría el patio, escuché un golpe en la puerta. Mi corazón se detuvo un segundo. Corrí a abrir… pero solo era Rosa trayendo pan dulce.
—No pierdas la fe —me dijo—. Las hijas siempre vuelven.
Esa noche revisé la nota de Hania una vez más. “Perdóname”, decía al final. ¿Por qué pedía perdón? ¿Por irse o por dejarme su mayor tesoro?
Empecé a escribirle cartas que nunca envié:
“Hija,
No sé si hice bien o mal contigo. Solo sé que te amo y te extraño cada día…”
Camila empezó a preguntar menos por su mamá y más por mí: “¿Abuela, tú también te vas a ir?”
Le prometí que no. Que pase lo que pase, siempre estaré para ella.
Un mes después recibí una llamada desconocida al celular. Contesté temblando:
—¿Aló?
Silencio al otro lado… luego una voz quebrada:
—Mamá…
Era Hania.
Lloramos juntas por teléfono sin decir palabra durante minutos eternos.
—Perdóname —susurró al fin—. No podía más… necesitaba respirar… pero extraño a Camila… te extraño a ti…
No le pedí explicaciones ni le reclamé nada. Solo le dije:
—Aquí tienes tu casa cuando quieras volver.
Colgué sintiendo alivio y dolor mezclados como café amargo.
Ahora espero cada día su regreso, sin saber si será mañana o dentro de años. Mientras tanto, cuido a Camila como mejor puedo, aprendiendo a ser madre otra vez desde mis errores.
A veces me pregunto: ¿Cuántas madres e hijas en nuestro país viven esta misma historia? ¿Cuántas veces el amor se confunde con reproche y el miedo con silencio? ¿Y ustedes… qué harían si su hija les deja lo más valioso que tiene?