Después de los sesenta: El reencuentro inesperado en el paradero

—¿Todavía te gustan los libros de Bryce Echenique? —La voz, grave y familiar, me sacudió como un trueno en medio de la garúa limeña.

No me giré de inmediato. A mis sesenta y tres años, ya me había acostumbrado a que la gente en Lima no se mete en la vida de los demás. Y menos aún en un paradero de la avenida Arequipa, donde cada quien se refugia en su propio mundo, mirando el celular o el horizonte gris. Pero esa pregunta… esa pregunta era una llave que abría una puerta que yo creía cerrada para siempre.

Me di vuelta con fastidio, lista para soltar un “¿y usted quién es?” bien limeño. Pero ahí estaba él. No era un desconocido. Era Pedro. Ese Pedro. El mismo que hace más de treinta años me prometió que nunca dejaría de buscarme, aunque yo ya no creyera en promesas.

—¿Pedro? —Mi voz tembló, traicionando mi fachada de mujer fuerte e independiente.

Él sonrió, con esa sonrisa ladeada que siempre me desarmaba. Tenía más canas, las arrugas le marcaban el rostro, pero sus ojos seguían siendo los mismos: intensos, curiosos, llenos de vida.

—Sabía que eras tú —dijo—. Nadie más lee en el paradero a esta hora.

Sentí que el corazón se me salía del pecho. ¿Por qué ahora? ¿Por qué después de tantos años? ¿Por qué justo cuando había aprendido a estar sola?

—¿Qué haces aquí? —pregunté, intentando sonar indiferente.

—Vine a buscar a mi hermana al hospital Rebagliati. Pero cuando te vi… no pude evitar acercarme.

El silencio se hizo pesado entre nosotros. Miré mi libro, como si pudiera esconderme entre las páginas. Recordé las tardes en Miraflores, cuando leíamos juntos en el parque Kennedy y soñábamos con viajar por el mundo. Recordé también la noche en que se fue sin decir adiós, dejándome sola con mi hija y una rabia que me duró décadas.

—¿Cómo está Lucía? —preguntó de pronto.

Me sorprendió que recordara el nombre de mi hija. Me dolió también. Lucía nunca conoció a su padre. Creció viendo cómo yo luchaba para pagar el alquiler, para poner comida en la mesa, para no llorar frente a ella.

—Está bien —respondí seca—. Es abogada ahora. Vive en Arequipa.

Pedro asintió, bajando la mirada. Por un momento vi culpa en sus ojos, pero también algo más: nostalgia, tal vez arrepentimiento.

—Nunca supe cómo pedirte perdón —susurró—. Fui un cobarde.

Sentí que las lágrimas amenazaban con salir. No podía permitirlo. No ahí, no frente a él.

—No importa —mentí—. Ya pasó mucho tiempo.

Pero sí importaba. Me importaba cada noche que pasé sola, cada vez que tuve que enfrentarme al mundo sin nadie a mi lado. Me importaba cada cumpleaños de Lucía en el que fingí que su papá estaba “de viaje”.

El bus llegó haciendo rechinar los frenos. Dudé un segundo antes de subir. Pedro me miró con una súplica muda.

—¿Puedo acompañarte? —preguntó.

No sé por qué dije que sí. Tal vez porque estaba cansada de estar sola. Tal vez porque necesitaba cerrar ese capítulo de mi vida. O tal vez porque, en el fondo, nunca dejé de quererlo.

Nos sentamos juntos en el bus, rodeados del bullicio limeño: vendedores ambulantes ofreciendo caramelos, estudiantes hablando a gritos, una señora rezando el rosario en voz baja. Pedro me contó que vivió muchos años en Trujillo, que se casó pero nunca tuvo más hijos, que ahora estaba solo porque su esposa lo dejó por otro hombre.

—Supongo que es el karma —dijo con una sonrisa triste.

Yo no supe qué decirle. Sentí compasión, pero también rabia. ¿Por qué los hombres pueden irse y volver cuando quieren? ¿Por qué nosotras tenemos que cargar con todo?

El bus avanzaba lento por la Javier Prado. Afuera, la ciudad seguía su ritmo indiferente: vendedores de emoliente en las esquinas, niños jugando fútbol en la vereda, parejas peleando por celos o dinero.

—¿Alguna vez pensaste en buscarme? —le pregunté de pronto.

Pedro suspiró.

—Muchas veces. Pero tenía miedo de lo que encontraría. Pensé que ya habrías rehecho tu vida…

Me reí amargamente.

—Las mujeres no tenemos ese lujo tan fácil como los hombres.

Él bajó la mirada otra vez. El silencio volvió a instalarse entre nosotros, pero esta vez era diferente: era un silencio lleno de cosas no dichas, de heridas abiertas y sueños rotos.

Cuando llegamos a mi paradero, dudé antes de bajar. Pedro me tomó la mano suavemente.

—¿Puedo verte otra vez? —preguntó con voz temblorosa.

No respondí de inmediato. Miré sus ojos y vi al hombre del que alguna vez me enamoré y al mismo tiempo al hombre que me abandonó cuando más lo necesitaba.

—No lo sé —dije finalmente—. Tengo que pensarlo.

Bajé del bus sintiendo un peso enorme en el pecho y una extraña ligereza al mismo tiempo. Caminé por las calles húmedas de Lince pensando en todo lo que había perdido… y en todo lo que aún podía ganar si me atrevía a perdonar.

Esa noche no pude dormir. Pensé en Lucía, en mi madre ya fallecida, en todas las mujeres solas que conozco: mis vecinas viudas, mis amigas divorciadas, las señoras del mercado que se ríen para no llorar.

¿Es posible volver a empezar después de los sesenta? ¿O la soledad es una condena inevitable para nosotras?

Quizás nunca tenga la respuesta… pero hoy siento que al menos tengo derecho a preguntármelo.