Diez años después: El reencuentro que nunca imaginé

—¿Por qué llegas tan tarde otra vez, Martín? —La voz de Camila me alcanzó desde la cocina, cortando el silencio de nuestro pequeño departamento en la Narvarte. La lluvia golpeaba los cristales con furia, como si quisiera limpiar la tensión que se acumulaba entre nosotros desde hacía meses.

Me quité los zapatos empapados y evité su mirada. —El trabajo, Cami. Ya sabes cómo es el cierre de mes en la agencia. No me esperes despierta, por favor.

Pero ella no se movió. Sentí sus ojos clavados en mi espalda mientras me dirigía al cuarto. Cerré la puerta tras de mí, apoyando la frente en la madera. ¿Cuándo fue que empecé a mentirle? ¿Cuándo fue que dejé de buscar su abrazo al final del día?

La verdad era más simple y más cruel: hacía semanas que mi corazón latía por otra persona. Y esa persona era Lucía, la mujer a la que había dejado hace diez años, cuando la vida me ofreció un trabajo estable y una promesa de futuro junto a Camila. Pero el destino, caprichoso como siempre, me la puso enfrente una tarde cualquiera en el metro Hidalgo.

—¿Martín? ¿Eres tú? —Su voz era igual a la de mis recuerdos, pero sus ojos tenían una tristeza nueva.

Nos sentamos en una cafetería cercana. Hablamos de todo y de nada: del tráfico, del precio del pan dulce, de cómo la ciudad parecía tragarse los sueños de quienes no sabían defenderlos. Pero debajo de cada palabra flotaba la pregunta que ninguno se atrevía a formular: ¿qué habría pasado si…?

Esa tarde marcó el inicio de mi doble vida. Empecé a buscar excusas para salir antes del trabajo o llegar más tarde a casa. Camila notó el cambio casi de inmediato.

—¿Hay alguien más? —me preguntó una noche, con los ojos hinchados de tanto llorar.

—No digas tonterías —mentí, sintiendo cómo se me partía el alma.

Pero ella no era tonta. En México, las mujeres tienen un sexto sentido para estas cosas. Y aunque intenté convencerla —y convencerme— de que todo era producto del estrés, la verdad era que cada vez que veía a Lucía sentía que recuperaba una parte de mí que había dejado morir.

Lucía también tenía su historia. Había perdido a su madre durante la pandemia y cuidaba sola a su padre enfermo en un departamento modesto en Iztapalapa. Trabajaba como maestra suplente y apenas le alcanzaba para sobrevivir. Pero cuando estábamos juntos, aunque fuera solo por un café o una caminata bajo los jacarandas, el mundo parecía menos hostil.

Una tarde, después de meses de encuentros furtivos, Lucía me miró con una mezcla de ternura y reproche.

—No puedo seguir siendo tu secreto, Martín. No merezco esto… ni tú tampoco.

Me quedé callado. Sabía que tenía razón. Pero también sabía que no tenía el valor para romper con Camila, ni para enfrentar las consecuencias de mis actos.

Las cosas en casa empeoraron. Camila dejó de preguntarme dónde estaba o con quién salía. Se volvió silenciosa, distante. Una noche encontré sus maletas junto a la puerta.

—Me voy a casa de mi hermana —dijo sin mirarme—. No puedo seguir viviendo así.

No intenté detenerla. Solo sentí un vacío inmenso, como si alguien hubiera arrancado una parte esencial de mi ser.

Intenté refugiarme en Lucía, pero ella también se alejó poco a poco. Me dijo que necesitaba tiempo para sanar sus propias heridas y que no podía cargar con las mías.

Así pasaron los años. El trabajo siguió siendo igual de monótono; las calles igual de grises. A veces veía a Camila en redes sociales: sonriendo con sus sobrinos o viajando con amigas a Oaxaca o Mérida. Lucía desapareció del mapa; supe por conocidos que se mudó a Puebla para cuidar a su padre hasta el final.

Una década después, esa noche lluviosa en Ciudad de México, volví a encontrarme con Lucía por casualidad en una panadería cerca del Parque México. Había envejecido, sí, pero seguía teniendo esa luz en los ojos que me desarmaba.

—¿Cómo has estado? —pregunté torpemente.

Ella sonrió con tristeza.—Bien… o lo mejor que se puede estar después de todo lo vivido.

Nos sentamos a tomar café como antes. Hablamos poco; ya no hacía falta llenar los silencios con palabras vacías. Al despedirnos, Lucía me abrazó largo rato.

—Espero que hayas encontrado paz, Martín —susurró al oído—. Yo estoy aprendiendo a hacerlo.

Caminé bajo la lluvia hasta mi departamento vacío. Me senté en el sillón y lloré como no lo hacía desde niño. Lloré por Camila, por Lucía y por mí mismo; por todo lo que perdí por miedo a elegir y por cobardía para enfrentar mis errores.

A veces me pregunto si realmente merecemos una segunda oportunidad después de lastimar tanto a quienes amamos. ¿Cuántos de nosotros vivimos atrapados entre lo que queremos y lo que creemos correcto? ¿Cuántas vidas se quedan en pausa por miedo al qué dirán?

¿Y tú? ¿Te has atrevido alguna vez a elegir tu felicidad aunque duela?