Donde Guardé Mis Recuerdos: Una Historia de Ausencias y Reencuentros
—¡Mamá! ¿Dónde están mis peluches? —grité desde la puerta del cuarto, con la voz quebrada, mientras mis ojos recorrían el espacio vacío donde antes reinaba el caos de mi infancia. El sol de la mañana apenas iluminaba las paredes blancas, ahora desnudas, y el olor a desinfectante me recordaba más a una sala de hospital que a mi propio hogar en Córdoba.
Mi madre, Lucía, apareció en el umbral con una bolsa de basura en la mano y una expresión cansada. —Ay, Verónica, ya estás grande para esas cosas. Se las di a la hija de tu tía Marta. Pobrecita, no tiene casi nada para jugar.
Sentí un hueco en el pecho, como si me hubieran arrancado algo vital. No era solo un peluche o una figurita de chocolate; era mi infancia, mi refugio en noches de tormenta y soledad. —¿Y mis juguetes de las sorpresas? ¿Y mi diario? —insistí, casi suplicando.
—Todo eso ya no te sirve, hija. Hay que dejar espacio para lo nuevo —dijo, sin mirarme a los ojos, mientras seguía sacando cosas del armario.
Me quedé paralizada, viendo cómo cada objeto desaparecía en bolsas negras que pronto serían llevadas a casas ajenas o, peor aún, al basurero. El cuarto se transformó en cuestión de horas: las paredes limpias, la cama hecha con sábanas nuevas y ni rastro de los colores que antes llenaban mi mundo.
Esa mañana marcó el inicio de una distancia silenciosa entre mi madre y yo. No era solo por los juguetes; era por todo lo que nunca se decía en casa. Mi papá, Ernesto, apenas cruzaba palabra conmigo desde que perdió el trabajo en la fábrica y pasaba los días frente al televisor, ausente incluso cuando estaba presente.
En la mesa del almuerzo, el silencio era espeso. Mi hermano menor, Tomás, jugaba con su celular debajo de la mesa. Yo miraba mi plato sin apetito.
—¿Por qué regalaste mis cosas sin preguntarme? —me atreví finalmente a preguntar.
Mi madre suspiró. —Verónica, hay cosas más importantes en la vida que unos muñecos viejos. Además, la casa está muy chica y tenemos que hacer espacio. No seas egoísta.
Sentí rabia e impotencia. ¿Egoísta? ¿Por querer conservar lo poco que me hacía sentir segura? Me levanté de la mesa y salí al patio, donde el viento traía el olor a tierra mojada después de la lluvia.
Esa tarde busqué consuelo en mi mejor amiga, Camila. Nos sentamos en la vereda con una Coca compartida.
—No entiendo por qué no pueden dejarme tener algo solo para mí —le dije, con lágrimas contenidas.
Camila me abrazó. —En mi casa es igual. Mi mamá regaló mis libros a la iglesia sin avisarme. Dicen que hay que compartir, pero nunca preguntan si estamos listas para soltar.
Las palabras de Camila me hicieron sentir menos sola, pero no menos vacía. Esa noche soñé con mi peluche favorito: un oso marrón con un ojo descosido que me acompañó desde los cinco años. En el sueño, lo buscaba por toda la casa y solo encontraba puertas cerradas y voces lejanas.
Los días pasaron y el cuarto nuevo se volvió una prisión blanca. Mi madre insistía en que debía madurar, que pronto terminaría el colegio y tenía que pensar en la universidad. Pero yo sentía que me habían robado algo esencial.
Un domingo cualquiera, durante una reunión familiar en casa de mi abuela Rosa, vi a la hija de mi tía Marta jugando con mi oso marrón. Lo reconocí al instante por la cicatriz en su pata.
Me acerqué despacio y la niña me miró con ojos grandes.
—¿Te gusta? —le pregunté, tratando de sonreír.
Ella asintió tímidamente. —Es mi favorito ahora —susurró.
Sentí una mezcla de celos y ternura. Quise arrebatárselo, pero algo me detuvo. Recordé las veces que ese oso me salvó del miedo y entendí que ahora podía hacer lo mismo por ella.
Esa noche hablé con mi madre por primera vez sin rabia.
—¿Por qué nunca me preguntas cómo me siento? —le dije mientras lavábamos los platos juntas.
Ella se quedó callada un momento. —No sé cómo hacerlo, hija. En mi casa nunca se hablaba de sentimientos. Solo aprendí a sobrevivir…
Vi sus manos temblorosas y comprendí que ella también cargaba ausencias y vacíos propios. No era solo mi historia; era una cadena de silencios heredados.
Con el tiempo aprendí a llenar ese vacío con otras cosas: escribiendo cartas que nunca envié, pintando murales en las paredes del barrio con Camila, escuchando las historias de mi abuela sobre su infancia en el campo.
Pero cada vez que veía una bolsa negra o escuchaba a alguien decir «hay que dejar espacio para lo nuevo», sentía una punzada en el pecho.
Años después, cuando me mudé sola a un pequeño departamento en Buenos Aires para estudiar psicología, llevé conmigo solo una caja pequeña: dentro había fotos viejas, una carta de Camila y un botón suelto del oso marrón.
Un día llamé a mi madre por teléfono.
—Mamá… ¿alguna vez sentiste que te faltaba algo?
Hubo un silencio largo al otro lado de la línea.
—Siempre —respondió finalmente—. Pero aprendí a vivir con eso.
Colgué el teléfono con lágrimas en los ojos. Entendí entonces que todos cargamos ausencias; algunos las enfrentan hablando, otros callando o regalando recuerdos ajenos para aliviar sus propias heridas.
Hoy trabajo ayudando a niños a procesar sus pérdidas y miedos. Les enseño a ponerle nombre al dolor y a defender sus pequeños tesoros. Porque nadie debería sentir que su historia puede ser borrada sin aviso.
A veces me pregunto: ¿Cuántas cosas guardamos en silencio por miedo a incomodar? ¿Cuántos recuerdos regalamos sin darnos cuenta del vacío que dejamos atrás?