Dos años después: Casada con un hombre divorciado y al borde del abismo
—¿Otra vez vas a dejar los platos sucios, Julián? —grité desde la cocina, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta como una ola caliente.
Él apareció en la puerta, con esa expresión cansada que últimamente se había vuelto parte de su rostro. —Camila, por favor, no empieces. Hoy no.
No era solo por los platos. Era por todo. Por las noches en que se quedaba callado mirando el celular, por las veces que mencionaba a su exesposa como si yo no existiera, por el miedo que sentía cada vez que pensaba en Valentina, su hija de diecisiete años, mudándose con nosotros.
Hace dos años, cuando conocí a Julián en una cafetería de Buenos Aires, me enamoré de su risa fácil y de la forma en que me miraba como si yo fuera la única persona en el mundo. Sabía que tenía una hija y un pasado complicado, pero pensé que el amor podía con todo. Qué ingenua fui.
La primera vez que conocí a Valentina fue incómoda. Ella me miró de arriba abajo, con esa mezcla de desconfianza y desafío que tienen los adolescentes. No me saludó. Julián intentó romper el hielo:
—Vale, ella es Camila…
—Ya sé quién es —respondió ella, sin apartar la vista del celular.
Pensé que era normal, que con el tiempo nos llevaríamos mejor. Pero el tiempo solo trajo más distancia. Y ahora, después de dos años de matrimonio, Valentina iba a mudarse con nosotros porque iba a empezar la universidad en la ciudad. Nuestro departamento es pequeño: dos habitaciones, una cocina diminuta y un baño que siempre tiene la canilla rota.
La noche en que Julián me lo dijo, sentí un frío en el estómago.
—Cami… Vale va a venir a vivir con nosotros. No tiene dónde quedarse y no quiero que esté sola.
—¿Y yo? ¿Dónde quedo yo en todo esto? —pregunté, tratando de no sonar egoísta.
—Sos mi esposa. Pero ella es mi hija.
Esa frase me atravesó como un cuchillo. ¿Qué lugar tenía yo en esta familia improvisada? ¿Era solo la mujer que cocinaba y limpiaba? ¿La intrusa?
Las semanas previas a la mudanza fueron un infierno. Julián y yo discutíamos por todo: por el espacio en el placard, por la comida, por el dinero. Yo sentía que cada vez que hablábamos de Valentina él se ponía a la defensiva.
Una noche, después de una pelea especialmente dura, me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Mi mamá siempre me decía: “Camila, no te metas con hombres con pasado complicado”. Pero yo nunca escuché.
El día que Valentina llegó con sus valijas fue como si una tormenta hubiera entrado al departamento. No saludó. Se encerró en su cuarto y puso música fuerte. Julián fue tras ella y cerró la puerta. Yo me quedé sola en la cocina, mirando las tazas sucias y preguntándome si esto era lo que quería para mi vida.
Las primeras semanas fueron un campo minado. Valentina ignoraba mis intentos de acercamiento. Una tarde le preparé mate y le llevé unas medialunas al cuarto.
—No quiero —me dijo sin mirarme.
—Solo quería ser amable…
—No sos mi mamá —me cortó.
Me dolió más de lo que debería. Esa noche le conté a Julián lo que había pasado.
—Tenés que entenderla —me dijo él—. Está pasando por mucho.
—¿Y yo? ¿Quién me entiende a mí?
Él no supo qué decirme. Me sentí invisible.
Los días pasaron y la tensión creció. Valentina salía todas las noches y volvía tarde. Una madrugada escuché la puerta y salí al pasillo. Ella estaba entrando, tambaleándose.
—¿Estás bien? —le pregunté preocupada.
—No te metas —me respondió con voz pastosa.
Esa vez no pude más y exploté con Julián:
—¡No puedo más! ¡Esta no es mi vida! ¡No soy ni tu esposa ni su niñera!
Él se quedó callado mucho tiempo antes de responder:
—Si no podés aceptar a mi hija, entonces no sé si esto va a funcionar.
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿Tanto había dado para terminar así?
Esa noche dormí en el sillón. Pensé en irme, en volver a la casa de mi mamá en Lanús, empezar de nuevo. Pero algo me retuvo: el miedo al fracaso, al qué dirán, a perderlo todo después de haber luchado tanto.
Los días siguientes fueron fríos y distantes. Nadie hablaba mucho. Una tarde escuché a Valentina llorando en su cuarto. Dudé antes de entrar, pero lo hice igual.
—¿Te pasa algo? —pregunté suavemente.
Ella me miró con los ojos rojos y por primera vez vi a una chica asustada, no a una enemiga.
—Extraño a mi mamá —susurró—. Y odio esta ciudad…
Me senté a su lado sin decir nada. Solo le pasé un pañuelo y le acaricié el pelo como hacía mi mamá conmigo cuando era chica. No hablamos más esa tarde, pero sentí que algo había cambiado entre nosotras.
Esa noche Julián llegó tarde del trabajo y nos encontró viendo una serie juntas en el sillón. Me miró sorprendido y sonrió tímidamente.
Las cosas no se arreglaron de un día para otro. Seguimos teniendo peleas y silencios incómodos. Pero poco a poco aprendimos a convivir: Valentina empezó a dejarme prepararle el desayuno; Julián intentó involucrarse más en las tareas de la casa; yo aprendí a soltar un poco el control y aceptar que no todo iba a ser perfecto.
A veces todavía me siento fuera de lugar. A veces extraño mi vida antes del caos. Pero también sé que crecer duele y que las familias ensambladas son como un rompecabezas: hay piezas que nunca encajan del todo pero igual forman algo hermoso.
Hoy miro a Julián y Valentina desayunando juntos y me pregunto si algún día sentiré que pertenezco del todo aquí. ¿Vale la pena luchar por una familia imperfecta? ¿O hay momentos en los que hay que soltar para poder ser feliz?
¿Ustedes qué harían? ¿Se quedarían o se irían?