Dos años después, me casé con un divorciado. Ahora pido el divorcio: la universidad de su hija nos ahoga en nuestro pequeño departamento
—¿Otra vez llegaste tarde, Esteban? —le pregunté mientras trataba de acomodar los libros de Lucía sobre la mesa, que ya no era nuestra sino de todos. El reloj marcaba las once y el bullicio de la calle apenas se filtraba por la ventana del departamento diminuto en la colonia Narvarte.
Esteban suspiró, cansado, dejando caer su mochila en el único sillón que teníamos. —El tráfico estaba imposible, Mariana. Y tuve que pasar por Lucía a la facultad porque se le hizo tarde con una entrega.
Lucía apareció en la puerta del baño, con el cabello mojado y los audífonos colgando del cuello. —¿Hay algo de cenar? —preguntó sin mirarme, como si yo fuera invisible.
Hace dos años, cuando me casé con Esteban, pensé que su pasado era solo eso: pasado. Me enamoré de su honestidad y su risa fácil, de cómo me miraba como si yo fuera la única persona en el mundo. Sabía que tenía una hija adolescente, pero ella vivía con su madre en Puebla y solo venía algunos fines de semana. Nada que no pudiera manejar.
Pero todo cambió hace seis meses, cuando Lucía fue aceptada en la UNAM y decidió mudarse con nosotros. «Solo será mientras encuentra algo cerca de la universidad», prometió Esteban. Pero los meses pasaron y Lucía seguía aquí, ocupando cada rincón del departamento: sus libros en la mesa, su ropa colgada en el baño, sus peleas por el WiFi y su silencio cortante cada vez que intentaba acercarme.
Al principio intenté ser comprensiva. Recuerdo una noche en que preparé enchiladas verdes, su platillo favorito según Esteban. «Gracias», murmuró Lucía sin levantar la vista del celular. Yo sonreí, buscando alguna señal de aceptación. Pero nada cambió.
La tensión crecía cada día. El departamento, que antes era nuestro refugio, se volvió una jaula. No había privacidad: escuchaba las videollamadas de Lucía hasta la madrugada, sus risas con amigos que nunca conocí, sus llantos silenciosos cuando pensaba que nadie la oía. Y Esteban… él intentaba mediar, pero siempre terminaba defendiendo a su hija.
—Mariana, entiende que es difícil para ella —me decía—. Está lejos de su mamá, es una ciudad nueva…
—¿Y yo? —le respondía—. ¿No es difícil para mí también? Este ya no es nuestro hogar.
Las discusiones se volvieron rutina. Una noche, después de otra pelea por el espacio en el baño, exploté:
—¡No puedo más! ¡No hay lugar para mí aquí! —grité mientras Esteban y Lucía me miraban como si fuera una extraña.
Lucía se encerró en el cuarto (nuestro cuarto, ahora compartido), y Esteban se quedó en silencio. Sentí que mi matrimonio se desmoronaba frente a mis ojos.
Intenté hablar con Lucía varias veces. Una tarde la encontré llorando en el balcón improvisado:
—¿Estás bien? —pregunté suavemente.
Ella me miró con los ojos rojos.—No quiero estar aquí tampoco —susurró—. Pero no tengo a dónde ir.
Por primera vez sentí compasión por ella. No era solo mi dolor; todos estábamos atrapados en esta situación.
Pero la compasión no resolvía nada. El dinero no alcanzaba para mudarnos a un lugar más grande; los precios en la ciudad eran imposibles y Esteban apenas podía cubrir la colegiatura y los gastos básicos. Yo trabajaba desde casa como diseñadora gráfica freelance, pero mi escritorio era ahora el mismo donde Lucía hacía tareas y Esteban revisaba cuentas.
Una noche escuché a Esteban hablando por teléfono con su exesposa:
—No podemos seguir así… Mariana está al límite…
Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué tenía que ser yo la que cediera siempre? ¿Por qué mi vida debía adaptarse a los planes de todos menos los míos?
La gota que derramó el vaso llegó cuando encontré mis cosas apiladas en una esquina del clóset para hacer espacio a las cajas de Lucía. Me senté en el suelo y lloré como no lo hacía desde niña.
Esa noche enfrenté a Esteban:
—No puedo seguir así —le dije entre lágrimas—. Siento que desaparecí en mi propia casa.
Él intentó abrazarme, pero lo rechacé. Sabía que ya no había vuelta atrás.
Al día siguiente busqué un abogado y empecé los trámites de divorcio. No fue fácil; me sentí culpable por abandonar a Esteban y dejar a Lucía en medio del caos. Pero también entendí que tenía derecho a buscar mi propia paz.
Ahora duermo en casa de mi hermana mientras busco un nuevo lugar para empezar de cero. A veces extraño a Esteban; otras veces siento alivio al tener mi propio espacio otra vez.
Me pregunto si alguna vez podré volver a confiar en alguien sin miedo a perderme en la vida de los demás.
¿De verdad el amor basta cuando la realidad nos ahoga? ¿Cuántas mujeres han sentido que su vida se reduce para acomodar los sueños ajenos? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?