Ecos en la madera: secretos de una casa antigua

—¿Otra vez llegas tarde, Mariana? —la voz de mi suegra, doña Carmen, retumba en el pasillo apenas abro la puerta del departamento. El eco se mezcla con el crujido de la madera bajo mis pies, como si la casa misma se quejara de mi presencia.

Respiro hondo. El aroma a café recalentado y a muebles viejos me golpea de inmediato. El departamento es enorme, con techos altos y ventanales que dejan entrar la luz dorada del atardecer sobre la calle de Donceles. Pero aquí dentro, todo parece detenido en el tiempo. Mi esposo, Julián, está sentado en la sala, leyendo el periódico como si nada pasara. Su madre y su tía, doña Estela, cuchichean en la cocina. Ambas son viudas desde hace años y han hecho de este lugar su fortaleza y su prisión.

—Perdón, el tráfico en Reforma estaba imposible —respondo, dejando mi bolso sobre la mesa. Nadie me mira. Nadie pregunta cómo estoy. Sólo escucho el golpeteo de la cuchara contra la taza y el murmullo de las dos mujeres.

Vivir aquí fue idea de Julián. «Es temporal, mientras ahorramos para nuestro propio lugar», me prometió hace tres años. Pero el tiempo se estira como las sombras en este departamento antiguo. Cada día siento que pertenezco menos a esta familia y más a los fantasmas que habitan entre las paredes descascaradas.

—¿Ya serviste la cena? —pregunta doña Carmen, sin mirarme.

—No, pero puedo ayudar —digo, aunque sé que no quiere mi ayuda. Nunca la quiere. Prefiere hacer todo con su hermana, como si yo fuera una intrusa en su mundo perfecto de recuerdos y rutinas.

Julián apenas levanta la vista del periódico. —Déjala, mamá. Mariana viene cansada del trabajo.

Doña Carmen suspira fuerte. —En mis tiempos, una mujer llegaba antes que el marido y tenía todo listo. Pero bueno, los tiempos cambian…

La tensión es un hilo invisible que nos ata a todos. A veces pienso que la casa misma se alimenta de nuestros silencios y resentimientos. Las noches son peores: el viento se cuela por las ventanas viejas y hace que las puertas se azoten solas. Doña Estela dice que son los espíritus de los antiguos dueños, pero yo sé que son los secretos que nadie quiere nombrar.

Una noche, mientras lavo los platos, escucho a las dos hermanas hablar en voz baja.

—No me gusta cómo mira Mariana ese cuadro —dice doña Estela—. Es como si quisiera llevárselo.

—No te preocupes —responde doña Carmen—. Mientras yo esté viva, nada sale de esta casa.

Me detengo en seco. El cuadro al que se refieren es un retrato antiguo de un hombre serio, con bigote y uniforme militar. Es el abuelo de Julián, el fundador de la familia. Siempre he sentido que sus ojos me siguen por el pasillo.

Esa noche, Julián y yo discutimos. Le digo que no aguanto más, que necesito un espacio propio, que no puedo seguir viviendo bajo las reglas de su madre y su tía.

—¿Y qué quieres que haga? —me grita—. ¡No tenemos dinero para mudarnos! Además, ellas nos necesitan…

—¿Y yo? ¿Tú me necesitas a mí? —pregunto, con la voz temblorosa.

Él no responde. Se encierra en el estudio y yo me quedo sola en la sala, escuchando el tic-tac del reloj antiguo y el crujido interminable de la madera.

Los días pasan y la tensión crece. Un domingo por la tarde, llega una carta certificada. Es del banco: la casa está hipotecada y hay pagos atrasados. Doña Carmen palidece al leerla.

—¿Cómo es posible? —pregunta doña Estela—. ¡Esta casa es lo único que tenemos!

Julián intenta calmar a su madre, pero ella lo empuja.

—¡Tú deberías haber estado pendiente! ¡Eres el hombre de la casa!

Por primera vez veo a Julián romperse. Se sienta en el suelo y llora como un niño. Yo me acerco y lo abrazo, pero él me aparta.

—No puedo con todo esto —susurra—. No puedo…

Esa noche no duermo. Camino por el pasillo oscuro, tocando las paredes frías. Pienso en mi propia familia, en mi madre que vive lejos y siempre me dice que no me deje pisotear. Pienso en lo que sacrifiqué por este matrimonio: mi independencia, mis sueños de tener un hogar propio.

Al día siguiente, decido hablar con doña Carmen. La encuentro sentada junto a la ventana, mirando la ciudad desde lo alto.

—Necesitamos hablar —le digo, con voz firme.

Ella me mira por primera vez en mucho tiempo. Sus ojos están llenos de miedo y orgullo.

—¿Qué quieres?

—Quiero ayudar. Pero no puedo hacerlo si no me dejan entrar en esta familia de verdad. No soy una sirvienta ni una ladrona. Soy la esposa de Julián y quiero que salgamos adelante juntos.

Doña Carmen baja la mirada. Por un momento parece frágil, como una niña perdida en una casa demasiado grande.

—Esta casa… —susurra— es todo lo que nos queda de nuestro pasado. Pero a veces siento que nos está ahogando.

Nos quedamos en silencio. Afuera, los vendedores ambulantes gritan sus ofertas y el bullicio del centro histórico sube hasta nuestra ventana.

Esa tarde, Julián y yo salimos a caminar por la Alameda Central. Hablamos largo y tendido sobre nuestro futuro. Decidimos buscar un pequeño departamento en renta, aunque sea lejos del centro. Queremos empezar de nuevo, lejos de los fantasmas y los resentimientos.

Cuando le damos la noticia a doña Carmen y doña Estela, ambas lloran. Pero también sonríen, como si se quitaran un peso de encima. Nos abrazamos los cuatro en medio del salón, bajo la mirada severa del retrato del abuelo.

El día que nos mudamos, la madera cruje más fuerte que nunca bajo nuestros pasos. Me despido de cada rincón con una mezcla de alivio y nostalgia.

Ahora escribo estas líneas desde nuestro nuevo hogar. Es pequeño y modesto, pero es nuestro. A veces extraño el eco de los pasos en el departamento antiguo, pero respiro mejor aquí.

Me pregunto: ¿cuántas familias viven atrapadas en casas llenas de recuerdos y silencios? ¿Cuándo es el momento de soltar el pasado para poder construir algo propio? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?