El anillo de los secretos: una noche en el Malecón
—¿Por qué me miras así, Janeth? —le pregunté a mi hermana menor, mientras sostenía el anillo de oro con zafiro que Juan, mi esposo, acababa de colocar en mi dedo frente a todos los invitados.
La música vallenata llenaba el aire cálido del restaurante El Malecón, a orillas del río Magdalena. Las luces titilaban sobre las mesas repletas de flores y botellas de aguardiente. Era mi cumpleaños número cincuenta y cinco, y nunca imaginé que esa noche cambiaría mi vida para siempre.
Janeth no respondió. Solo bajó la mirada, apretando los labios. Sentí una punzada en el pecho, pero traté de ignorarla. Los invitados aplaudían, algunos gritaban «¡Viva la cumpleañera!», y mi hija Camila me abrazó fuerte.
—Mamá, te lo mereces todo —susurró en mi oído—. Eres la mejor.
Juan me besó la mejilla y sonrió para las cámaras. El presentador del evento, un amigo de la familia, tomó el micrófono:
—¡Un brindis por Wanda Gómez! Por su alegría, su fortaleza y por estos cincuenta y cinco años llenos de amor.
Todos levantaron sus copas. Yo también lo hice, aunque sentía que algo se deslizaba bajo la superficie de esa felicidad aparente. El anillo brillaba en mi mano como una promesa… o una advertencia.
La fiesta siguió entre risas y bailes. Mi madre, doña Teresa, lloraba de emoción mientras mis nietos corrían entre las mesas. Todo parecía perfecto, pero la mirada de Janeth me perseguía como una sombra.
Alrededor de las once de la noche, cuando la mayoría ya estaba animada por el licor y la música, Janeth se acercó a mí en la terraza del restaurante. El río reflejaba las luces lejanas de Barranquilla.
—Wanda —dijo en voz baja—, ¿puedo hablar contigo un momento?
Asentí, sintiendo que el corazón me latía más rápido. Caminamos hasta un rincón apartado, lejos del bullicio.
—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Por qué esa cara desde que Juan me dio el anillo?
Janeth respiró hondo. Sus ojos brillaban con lágrimas contenidas.
—Hermana… ese anillo no es solo un regalo —susurró—. Es una disculpa.
Sentí que el mundo se detenía. La brisa del río ya no era fresca; era un cuchillo helado en mi piel.
—¿De qué hablas? —mi voz tembló.
—Juan… hace unos meses… él…
No pudo terminar la frase. Yo la miré fijamente, esperando que dijera algo más. Pero solo lloró en silencio.
—¿Juan qué? —insistí—. ¡Dímelo!
Janeth se cubrió el rostro con las manos.
—Te falló, Wanda. Con otra mujer. Yo lo supe porque… porque ella vino a buscarme. Estaba embarazada. Pero perdió al bebé.
Sentí que me faltaba el aire. El anillo pesaba como una piedra en mi dedo. Todo lo que había sentido esa noche —el orgullo, la alegría, el amor— se volvió ceniza.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —pregunté con rabia contenida.
—Porque tenía miedo de destruirte… pero no podía seguir viéndote celebrar con él como si nada hubiera pasado.
Me alejé tambaleando. El bullicio de la fiesta era ahora insoportable. Vi a Juan bailando con Camila, riendo como si nada. Sentí náuseas.
Salí al malecón y me senté en una banca, mirando el río oscuro. El anillo brillaba bajo la luz de la luna. Recordé todos los años junto a Juan: las luchas por salir adelante cuando él perdió su trabajo en la fábrica; los sacrificios para que Camila pudiera estudiar medicina; las noches en que creímos que el amor era suficiente para resistirlo todo.
Pero ahora… ¿qué quedaba?
No sé cuánto tiempo estuve allí. Escuché pasos detrás de mí. Era Camila.
—Mamá, ¿estás bien? Te busqué por todas partes.
No pude mentirle.
—Tu papá me engañó —dije sin rodeos—. Y este anillo… es su forma de callar la culpa.
Camila se quedó muda unos segundos. Luego se sentó a mi lado y me abrazó fuerte.
—Mamá… no sé qué decirte. Pero te amo. Y pase lo que pase, aquí estoy contigo.
Lloré en sus brazos como una niña. Sentí rabia, tristeza y un cansancio profundo.
Cuando regresamos al restaurante, Juan me esperaba en la puerta con cara preocupada.
—Wanda, ¿qué pasa? ¿Por qué te fuiste así?
Lo miré a los ojos por primera vez esa noche sin miedo.
—¿Quieres decirme algo tú? ¿O prefieres que lo haga yo delante de todos?
Juan palideció. Bajó la mirada y murmuró:
—Perdóname… No quise hacerte daño… Fue un error…
La música seguía sonando adentro; los invitados seguían brindando por nuestra felicidad ficticia.
Me quité el anillo y se lo puse en la mano.
—No quiero regalos manchados de mentiras —le dije—. Si quieres reconstruir esto, empieza por decirme toda la verdad.
Juan asintió con lágrimas en los ojos. Por primera vez en años lo vi vulnerable, pequeño ante mis ojos.
Esa noche terminó sin más brindis ni bailes para mí. Me fui a casa con Camila y Janeth, dejando a Juan solo con sus remordimientos y el anillo brillante pero vacío sobre la mesa del restaurante.
Los días siguientes fueron un torbellino: llamadas de familiares preocupados, chismes entre vecinos del barrio El Prado, silencios incómodos en casa. Mi madre rezaba por nosotros; mis nietos preguntaban por qué el abuelo ya no venía a desayunar los domingos.
Juan intentó explicarse muchas veces: que fue un momento de debilidad; que se sentía solo cuando yo trabajaba doble turno; que nunca dejó de amarme… Pero yo ya no era la misma mujer ingenua de antes.
La confianza rota es como un vaso quebrado: puedes pegarlo mil veces, pero siempre quedan las grietas.
Sin embargo, no todo fue oscuridad. Con el tiempo aprendí a perdonar —no por él, sino por mí misma— y a reconstruir mi vida desde otro lugar: el del amor propio y la dignidad. Volví a bailar cumbia con mis amigas los sábados; retomé mis clases de pintura; viajé con Camila a Cartagena para ver el mar y sentirme libre otra vez.
Hoy miro ese anillo guardado en una cajita azul sobre mi tocador y me pregunto: ¿cuántas mujeres han recibido regalos así —lujosos pero vacíos— para tapar heridas profundas? ¿Cuántas han callado por miedo al qué dirán?
¿Y tú? ¿Perdonarías una traición así o preferirías empezar de nuevo sola?