El apartamento de los secretos

—¡Por favor, ayúdenme! —El grito de Doña Helena retumbó en la escalera, cortando el silencio de la noche como un cuchillo. Mi esposo, Julián, y yo apenas habíamos puesto un pie en el edificio después de la fiesta de cumpleaños de mi hermana cuando vimos la ambulancia estacionada frente a la entrada. Las luces rojas y azules iluminaban los rostros de los vecinos, todos asomados por las ventanas, murmurando teorías y chismes.

Corrí escaleras arriba, el corazón latiéndome en la garganta. Doña Helena, la vecina del primer piso, estaba sentada en el suelo, temblando, con las manos cubriéndose la cara. Don Ernesto, su esposo, yacía inmóvil en el sofá, rodeado de paramédicos. Nadie decía nada. Nadie se atrevía a romper el hechizo de ese momento.

—¿Qué pasó? —pregunté, casi sin aliento.

Doña Helena me miró con unos ojos tan llenos de dolor que sentí que me ahogaba. —Se fue, Justina. Se fue sin despedirse…

Esa noche, mientras la ambulancia se alejaba llevándose a Don Ernesto, el edificio entero pareció envejecer de golpe. Julián me abrazó fuerte en la oscuridad de nuestro departamento, pero yo no podía dejar de pensar en la soledad de Doña Helena, en cómo la vida puede cambiar en un segundo.

Al día siguiente, el silencio era aún más pesado. Fui a ver a Doña Helena con una olla de caldo caliente, como me enseñó mi abuela en Veracruz: «Cuando alguien sufre, se le lleva comida y compañía». Toqué la puerta y esperé. Nadie respondió. Insistí, y al fin escuché pasos lentos.

—Gracias, hija —susurró Doña Helena al abrirme—. No sé qué haría sin ustedes.

Entré y vi el apartamento como nunca antes: fotos antiguas en blanco y negro, cartas apiladas en una caja de galletas, un rosario colgando de la cabecera. Me senté con ella y escuché su historia. Me contó cómo conoció a Don Ernesto en una marcha estudiantil en los años setenta, cómo lucharon juntos por un México mejor, cómo sobrevivieron a la represión y al miedo. Pero también me confesó algo que nunca imaginé: «Ernesto tenía secretos. Cosas que ni yo entendía. A veces desaparecía por días, y cuando volvía, traía los ojos llenos de tristeza».

Esa confesión me persiguió durante días. ¿Qué secretos podía guardar un hombre tan amable y cariñoso? ¿Por qué Doña Helena parecía cargar con una culpa invisible?

Poco a poco, el edificio volvió a su rutina. Los niños jugaban en el patio, las señoras barrían los pasillos, y los hombres discutían de fútbol en la azotea. Pero yo no podía dejar de observar a Doña Helena. Se volvió más callada, más ausente. Una tarde la vi hablando con un hombre joven en la entrada. Él le entregó un sobre amarillo y se fue sin decir palabra.

Esa noche, mientras cenábamos, Julián me miró preocupado.

—¿No crees que deberíamos ayudarla más? —me preguntó—. Está sola, y ese tipo no me dio buena espina.

—No quiero entrometerme —respondí—, pero siento que algo anda mal.

La curiosidad pudo más que mi prudencia. Al día siguiente, encontré a Doña Helena sentada en el parque del barrio, mirando las palomas.

—¿Puedo sentarme? —le pregunté.

Ella asintió y me mostró el sobre amarillo. Dentro había una carta escrita con una letra temblorosa:

«Helena,

Perdóname por todo lo que te oculté. Si estás leyendo esto es porque ya no estoy contigo. Hay algo que debes saber: nuestro hijo vive. No murió como te dijeron hace años. Lo buscaron para protegerlo de mí, de mis errores del pasado. Él está aquí, en la ciudad. Quizá algún día te busque.

Con amor eterno,
Ernesto»

Sentí que el mundo se detenía. ¿Un hijo perdido? ¿Mentiras guardadas durante décadas? Doña Helena lloraba en silencio, apretando la carta contra el pecho.

—No sé qué hacer, Justina —me confesó—. Toda mi vida creí que mi hijo había muerto al nacer… Ernesto me mintió para protegerme, pero ahora siento que he vivido una mentira.

La noticia corrió como pólvora entre los vecinos. Algunos murmuraban que Doña Helena estaba loca; otros decían que Don Ernesto había estado metido en cosas peligrosas durante los años oscuros del país. Yo solo podía pensar en el dolor de una madre que nunca pudo abrazar a su hijo.

Pasaron semanas. Un día, mientras barría el pasillo, vi al mismo hombre joven parado frente al apartamento de Doña Helena. Me acerqué con cautela.

—¿Buscas a alguien? —le pregunté.

Él me miró con ojos verdes idénticos a los de Don Ernesto.

—Busco a mi madre —dijo simplemente.

El corazón se me detuvo. Llamé a Doña Helena y presencié el reencuentro más doloroso y hermoso que he visto en mi vida. Ella lo abrazó como si quisiera fundirse con él, llorando y riendo al mismo tiempo.

Pero la felicidad duró poco. El hijo de Doña Helena, Andrés, venía huyendo de problemas graves: deudas con gente peligrosa, errores cometidos por desesperación y pobreza. Pronto empezaron a llegar amenazas al edificio; llamadas anónimas, hombres extraños rondando la entrada.

Los vecinos comenzaron a murmurar:

—Por culpa de esa familia ahora todos estamos en peligro —decía Doña Marta del 3B.

Julián y yo nos debatíamos entre ayudar o protegernos. Una noche escuchamos golpes fuertes en la puerta de Doña Helena. Corrimos y vimos a dos hombres forcejeando con Andrés.

—¡Déjenlo en paz! —grité mientras Julián llamaba a la policía.

La policía llegó justo a tiempo para evitar una tragedia, pero el miedo ya se había instalado en el edificio. Andrés tuvo que irse lejos para proteger a su madre y a todos nosotros.

Doña Helena volvió a quedarse sola, pero esta vez con la esperanza de volver a ver a su hijo algún día. Yo aprendí que detrás de cada puerta hay historias que no imaginamos; que la soledad puede ser peor que cualquier amenaza externa; que juzgar es fácil cuando no conocemos el dolor ajeno.

A veces me pregunto: ¿cuántos secretos guardan nuestros vecinos? ¿Cuántas veces preferimos mirar hacia otro lado antes que tender una mano? ¿Y si mañana somos nosotros los que necesitamos ayuda?