El destino escondido en una billetera perdida

—¡Anahí, por favor, abre la puerta! —La voz de mi abuela Rosa retumbó en el pasillo, mientras yo me secaba las lágrimas con la manga de mi suéter. No quería que me viera así, derrotada, con el corazón hecho trizas después de otra pelea con Tomás. Pero la abuela siempre lo sabía todo.

—Estoy bien, abuela —mentí, aunque mi voz temblaba como las hojas de los árboles en la tormenta.

—No lo estás. Vení a la cocina cuando puedas —dijo, y escuché cómo sus pasos se alejaban, arrastrando las pantuflas sobre el piso frío de nuestra casa en San Miguel de Tucumán.

Me quedé mirando el techo, recordando la discusión con Tomás en la plaza de la universidad. «No podés seguir viviendo en el pasado, Anahí», me había dicho él, con esa mezcla de ternura y cansancio que me partía el alma. «No todo lo malo que te pasa es culpa de tu papá.»

No entendía nada. Nadie entendía nada. ¿Cómo podía explicarle a Tomás lo que era crecer con un padre ausente, con una madre que se fue a Buenos Aires buscando trabajo y nunca volvió? ¿Cómo podía explicarle el miedo constante a perder lo poco que tenía?

Esa tarde, decidí salir a despejarme. Caminé hasta la parada del colectivo y subí al 104, rumbo al centro. Me senté junto a la ventana y apoyé la frente en el vidrio empañado. El colectivo iba lleno: señoras con bolsas del mercado, estudiantes con mochilas rotas, un hombre mayor que leía el diario con las manos temblorosas.

Fue entonces cuando la vi: una billetera marrón, gastada, tirada debajo del asiento de adelante. Miré alrededor; nadie parecía haberla notado. La recogí y la abrí con manos temblorosas. Dentro había unos billetes arrugados, una foto vieja de una familia sonriente y una cédula de identidad: «Carlos Alberto Méndez».

Sentí un escalofrío. No conocía a ningún Carlos Méndez, pero algo en esa foto me resultaba familiar. Guardé la billetera en mi mochila y bajé unas cuadras después, con el corazón latiendo fuerte.

Esa noche no pude dormir. La billetera estaba sobre mi escritorio, como un recordatorio silencioso de que algo importante estaba por suceder. ¿Debía buscar al dueño? ¿Y si era peligroso? ¿Y si era una señal del destino?

Al día siguiente, le conté a mi abuela.

—¿Y si lo buscás? Capaz que ese hombre necesita su billetera —me dijo Rosa mientras preparaba mate cocido.

—¿Y si no quiere que lo encuentre? —pregunté yo.

—El destino siempre encuentra la manera —respondió ella, mirándome con esos ojos llenos de historias y secretos.

Decidí buscarlo. Fui a la dirección que figuraba en la cédula: un barrio humilde al sur de la ciudad. Caminé por calles de tierra hasta llegar a una casa pequeña, con paredes descascaradas y un perro dormido en la puerta.

Golpeé suavemente. Una mujer mayor abrió la puerta.

—¿Sí?

—Busco al señor Carlos Méndez —dije, mostrando la billetera.

La mujer me miró sorprendida y luego sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Carlos era mi hijo —susurró—. Murió hace dos años en un accidente.

Sentí que el piso se abría bajo mis pies.

—Yo… yo encontré esto en el colectivo —balbuceé—. No sabía…

La mujer tomó la billetera entre sus manos y la acarició como si fuera un tesoro.

—Gracias —dijo—. No sabés lo que significa para mí tener esto de vuelta.

Me invitó a pasar. La casa estaba llena de fotos antiguas y recuerdos polvorientos. Me contó sobre Carlos: cómo había trabajado toda su vida como chofer de colectivo, cómo soñaba con llevar a su familia a conocer el mar, cómo había muerto una noche lluviosa volviendo del trabajo.

Salí de esa casa con el corazón apretado y una pregunta rondando mi cabeza: ¿por qué había encontrado yo esa billetera? ¿Qué quería decirme el destino?

Esa noche, mientras cenábamos con mi abuela, le conté todo.

—A veces las cosas llegan a nosotros por una razón —dijo Rosa—. Capaz que necesitabas escuchar esa historia para entender algo sobre vos misma.

No entendí del todo sus palabras hasta unos días después, cuando mi mamá llamó desde Buenos Aires después de meses sin noticias.

—Anahí, hija… —su voz sonaba cansada—. Quiero volver a casa.

Sentí rabia y alivio al mismo tiempo. Rabia porque me había dejado sola tantos años; alivio porque todavía quería ser parte de mi vida.

Esa noche discutimos fuerte con mi abuela. Ella quería que perdonara a mamá; yo no podía dejar atrás tanto dolor tan fácilmente.

—No podés vivir toda la vida enojada —me dijo Rosa—. El rencor te va a consumir.

—¿Y vos? ¿Vos nunca te enojaste con mamá por irse? —le grité.

Rosa bajó la mirada.

—Claro que sí. Pero aprendí que todos tenemos nuestros motivos para hacer lo que hacemos.

Las palabras me quedaron dando vueltas en la cabeza durante días. Pensé en Carlos Méndez, en su madre aferrada a los recuerdos; pensé en mi propia familia rota por silencios y distancias.

Cuando mamá volvió finalmente a Tucumán, no fue fácil. Hubo lágrimas, reproches y silencios incómodos en la mesa del comedor. Pero también hubo abrazos tímidos y promesas de intentarlo otra vez.

Un día, mientras caminábamos juntas por la plaza donde solía pelearme con Tomás, le conté sobre la billetera perdida y todo lo que había aprendido desde entonces.

—A veces siento que el destino me está diciendo algo —le confesé—. Que tengo que dejar de mirar atrás y empezar a construir algo nuevo.

Mamá me sonrió y me tomó de la mano.

—El destino somos nosotros mismos, hija —dijo suavemente—. Cada decisión que tomamos es una oportunidad para cambiar nuestra historia.

Hoy miro hacia atrás y entiendo que aquella billetera perdida no era solo un objeto olvidado en un colectivo cualquiera. Era un mensaje: todos estamos buscando algo perdido —un padre ausente, una madre lejana, una parte de nosotros mismos— y solo enfrentando nuestros miedos podemos encontrarlo.

¿Y ustedes? ¿Alguna vez sintieron que el destino les habló a través de algo pequeño e inesperado? ¿Se animarían a buscar lo que han perdido?