El destino nos unió, pero la vida nos separó: La historia de Mariana y Julián

—¡No te vayas, Julián! —grité con la voz quebrada mientras veía cómo su silueta se alejaba bajo la lluvia, en esa vieja carretera que atraviesa nuestro pueblo en Jalisco. El eco de mis palabras se perdió entre los truenos y el olor a tierra mojada. Sentí que el corazón se me partía en mil pedazos.

Nunca imaginé que el destino, tan generoso al unirnos, sería tan cruel al separarnos. Julián y yo crecimos juntos en San Miguel del Río, un pueblo donde todos se conocen y los secretos duran poco. Desde niños compartimos risas, juegos y sueños. Él era mi vecino, mi mejor amigo y, desde la secundaria, mi primer amor.

Recuerdo la primera vez que me tomó de la mano en la feria del pueblo. Las luces de los juegos mecánicos iluminaban su rostro moreno y sus ojos brillaban con esa chispa traviesa que siempre me hacía reír. “Mariana, contigo quiero todo”, me susurró mientras veíamos los fuegos artificiales. Yo le creí. Planeamos nuestro futuro: una boda sencilla en la iglesia blanca del centro, una casita con jardín y muchos hijos corriendo por el patio.

Pero la vida en San Miguel nunca fue fácil. Mi papá trabajaba en el campo y mi mamá vendía tamales en la plaza. Julián ayudaba a su padre en el taller mecánico después de clases. Aun así, soñábamos con estudiar en Guadalajara y regresar algún día para abrir una cafetería juntos.

Todo cambió una tarde de abril. Mi hermano menor, Emiliano, tuvo un accidente grave cuando jugaba cerca del río. Mi familia quedó devastada y las cuentas del hospital nos ahogaron en deudas. Mis padres dejaron de hablar de sueños y solo pensaban en sobrevivir. Yo sentí que debía quedarme para ayudarles, aunque eso significara renunciar a mi beca universitaria.

Julián no lo entendía al principio. “Mariana, podemos irnos juntos. Allá buscaremos trabajo los dos”, insistía una y otra vez. Pero yo veía el cansancio en los ojos de mi madre y el silencio resignado de mi padre. No podía abandonarlos.

—¿Y nuestros planes? —me preguntó Julián una noche bajo el árbol de mango donde solíamos besarnos a escondidas.
—La familia es primero —le respondí con lágrimas en los ojos—. No puedo dejarles ahora.

Él apretó los puños y miró al suelo. “¿Y yo? ¿No soy tu familia también?”

No supe qué decirle. El dolor era demasiado grande para ponerlo en palabras.

Pasaron los meses y Julián consiguió trabajo en una fábrica en Guadalajara. Me prometió que volvería por mí cuando todo estuviera mejor. Al principio hablábamos todos los días por teléfono, pero poco a poco las llamadas se hicieron menos frecuentes. Yo trabajaba largas horas ayudando a mi mamá y cuidando a Emiliano, que nunca volvió a ser el mismo después del accidente.

Una tarde recibí una carta de Julián. Decía que extrañaba el pueblo, el olor a café recién hecho y mis abrazos. Pero también confesaba que se sentía solo y perdido en la ciudad grande. “No sé si algún día podré regresar”, escribió al final.

Mi corazón se rompió otra vez.

El pueblo empezó a murmurar. “Pobrecita Mariana, tan bonita y tan sola”, decían las vecinas mientras compraban tamales a mi mamá. Otros decían que Julián ya tenía otra novia en Guadalajara. Yo no quería creerlo, pero las dudas me carcomían por dentro.

Un día, mientras barría el patio, vi llegar a Julián en un autobús polvoriento. Venía más delgado y con ojeras profundas. Nos abrazamos sin decir palabra. Esa noche caminamos por las calles empedradas como antes.

—¿Por qué volviste? —le pregunté temblando.
—Porque no puedo olvidarte —me respondió—. Pero tampoco puedo quedarme aquí sin futuro.

Esa fue la última vez que nos vimos como pareja. Al día siguiente se despidió con un beso largo y triste.

Los años pasaron. Emiliano mejoró poco a poco, pero nunca recuperó su alegría infantil. Mis padres envejecieron rápido y yo seguí trabajando para sacar adelante la casa. A veces veía fotos viejas de Julián y yo en la feria, riendo como si nada pudiera separarnos.

Hace poco supe por Facebook que Julián se casó con una muchacha de Guadalajara y tiene dos hijos. Me alegré por él, aunque sentí una punzada de nostalgia imposible de ignorar.

A veces me pregunto si hice lo correcto al quedarme. ¿Valió la pena sacrificar mi felicidad por mi familia? ¿O debí luchar más por mis sueños?

Hoy sigo vendiendo tamales con mi mamá en la plaza, viendo pasar a los jóvenes enamorados que sueñan con escapar del pueblo como alguna vez lo hicimos Julián y yo.

¿Ustedes qué habrían hecho en mi lugar? ¿El amor verdadero puede sobrevivir a las tragedias familiares o siempre hay que elegir entre el corazón y el deber?