El diario de mamá: secretos entre paredes viejas
—¿De verdad quieres entrar sola, Lucía? —me preguntó la señora Carmen, la vecina del 302, con esa voz temblorosa que siempre me recordaba a mi abuela.
No respondí. Solo asentí y empujé la puerta del departamento de mi madre. El olor a humedad y polvo me golpeó como un puñetazo en el pecho. Era la primera vez que volvía desde el funeral, cinco meses atrás. Todo estaba igual: la taza con restos de café frío sobre la mesa, su chal colgado en la silla, las plantas secas en el balcón. El tiempo aquí no había avanzado, pero yo sí. O al menos eso quería creer.
Carmen se acercó despacio, con un cuaderno forrado en tela floreada entre las manos.
—Tu mamá me pidió que te lo diera si alguna vez regresabas —susurró, como si temiera despertar a los fantasmas del lugar.
Tomé el diario con manos temblorosas. Sentí una punzada en el estómago. ¿Por qué mamá no me lo entregó en vida? ¿Qué secretos podía guardar ese cuaderno?
Me senté en el sillón donde ella solía tejer y abrí la primera página. Su letra firme llenaba las hojas:
«Lucía, si estás leyendo esto es porque ya no estoy. Hay cosas que nunca pude decirte cara a cara…»
Las palabras se me clavaron como agujas. Mi madre siempre fue reservada, dura a veces. Nunca hablamos de papá, ni de por qué se fue cuando yo tenía ocho años. Tampoco de su hermana, tía Mariela, que dejó de visitarnos de un día para otro.
Seguí leyendo. El diario era un mosaico de recuerdos: su infancia en un pueblo de Jalisco, el amor por mi padre —un hombre alegre pero inconstante—, las peleas familiares por una herencia que nunca llegó, y sobre todo, su soledad después de que yo me fui a estudiar a Ciudad de México.
«Te fallé muchas veces —escribió—. No supe cómo apoyarte cuando perdiste tu primer trabajo, ni cuando regresaste llorando porque ese hombre te rompió el corazón. Me dolía verte sufrir y no sabía cómo acercarme.»
Las lágrimas me nublaron la vista. Recordé todas esas veces que sentí que mi madre era fría, distante. Ahora entendía que era miedo, miedo a perderme como perdió todo lo demás.
Pasé las páginas y encontré una confesión que me heló la sangre:
«La noche que tu padre se fue, yo lo eché. No fue culpa tuya ni suya. Yo no podía más con sus mentiras y sus ausencias. Siempre pensé que era mejor para ti crecer sin él que con un hombre que no sabía quedarse. Pero nunca tuve el valor de decírtelo.»
Me quedé mirando el techo descascarado del departamento. ¿Cuántos años había cargado con la idea de que papá nos abandonó porque yo no era suficiente? ¿Cuántas veces le reclamé a mamá su silencio?
El diario seguía:
«Sé que guardas rencor por cómo terminó todo con tu tía Mariela. Ella solo quería protegerte cuando te defendió de ese maestro abusivo en la secundaria. Yo no supe cómo manejarlo y preferí alejarla antes que enfrentar la vergüenza.»
Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. Tantos silencios, tantas heridas abiertas por orgullo o miedo al qué dirán.
De repente, escuché pasos en el pasillo. Era mi hermano menor, Ernesto, a quien apenas veía desde el funeral.
—¿Qué haces aquí? —preguntó sin mirarme.
Le mostré el diario.
—Mamá nos dejó esto. Hay cosas que tienes que leer también.
Él dudó un momento antes de sentarse a mi lado. Le pasé el cuaderno y juntos leímos fragmentos en voz baja. Ernesto lloró al descubrir que mamá había vendido sus aretes favoritos para pagarle una operación cuando era niño y nunca se lo dijo para no hacerlo sentir culpable.
—Siempre pensé que mamá prefería a los demás —susurró Ernesto—. Ahora veo que solo hacía lo que podía con lo poco que tenía.
Nos quedamos en silencio largo rato, escuchando los ruidos del barrio: los vendedores ambulantes gritando en la calle, un perro ladrando en la azotea vecina, el eco lejano de una cumbia.
Al final del diario, mamá escribió:
«Si alguna vez vuelven a este departamento, no lo hagan solo para recoger cosas viejas. Llévense lo bueno y perdonen lo malo. Yo ya me perdoné a mí misma por no ser la madre perfecta. Ojalá ustedes puedan hacer lo mismo conmigo y entre ustedes.»
Cerré el cuaderno y miré a Ernesto.
—¿Tú crees que podamos perdonarla? —le pregunté.
Él asintió con lágrimas en los ojos.
Salimos juntos del departamento, dejando atrás el olor a humedad pero llevándonos algo más valioso: la verdad y la posibilidad de sanar.
Ahora me pregunto: ¿cuántos secretos guardan nuestras madres por miedo o amor? ¿Y cuántos estamos dispuestos a descubrir para poder perdonar? ¿Ustedes también han encontrado verdades dolorosas después de perder a alguien?