El eco de la ausencia: una historia entre la esperanza y el silencio
—Buenos días —dije, y mi voz sonó tan ajena que por un momento pensé que era otra persona la que hablaba. El eco rebotó en las paredes desnudas de la casa, llenando el aire con una fragilidad que me hizo estremecer. Afuera, el bullicio del barrio de San Miguel seguía su curso: vendedores ambulantes, niños corriendo tras una pelota desinflada, el motor de una moto vieja rugiendo por la calle de tierra. Pero aquí adentro, sólo quedaba el silencio.
Me llamo Lucía Ramírez y tengo 54 años. Hace seis, mis hijos se fueron. Primero fue Camila, la mayor, que se marchó a Buenos Aires buscando trabajo y una vida mejor. Luego, Tomás, que se fue con su novia a Chile, prometiendo que volvería para Navidad. Nunca volvió. Mi esposo, Ernesto, murió hace ocho años de un infarto fulminante mientras arreglaba el techo de la casa. Desde entonces, cada día es una lucha contra la soledad y el recuerdo.
Recuerdo cuando la casa estaba llena de vida. Camila me ayudaba a preparar las empanadas los domingos, mientras Tomás jugaba con los perros en el patio. Ernesto ponía música de Mercedes Sosa y bailábamos entre risas y harina. Ahora sólo queda el eco de esos días, y el polvo acumulándose en los rincones.
Hoy, como cada mañana, me levanté temprano para barrer el patio y regar las plantas. El jazmín que plantó mi madre sigue floreciendo, como si se negara a rendirse ante el abandono. Mientras recogía las hojas secas, escuché a doña Marta, mi vecina, gritarle a su nieto para que no cruzara la calle sin mirar. Sentí una punzada en el pecho: yo también fui madre gritona y protectora, pero ahora mis palabras sólo rebotan en las paredes vacías.
A veces pienso que la culpa es mía. ¿Fui demasiado dura con ellos? ¿No les di suficiente amor? Recuerdo la última discusión con Camila antes de que se fuera:
—¡No entiendes nada, mamá! Aquí no hay futuro —me gritó mientras metía su ropa en una mochila vieja.
—¿Y crees que allá sí lo vas a encontrar? —le respondí con la voz quebrada.
—Prefiero intentarlo a quedarme aquí esperando que todo cambie solo.
La puerta se cerró de golpe y sentí que algo dentro de mí se rompía para siempre.
Desde entonces, cada llamada es un recordatorio de lo lejos que están. Camila llama una vez al mes, siempre apurada, siempre cansada. Tomás manda mensajes cortos: «Estoy bien, má. No te preocupes.» Pero yo sí me preocupo. Me preocupo por ellos y por mí misma, por este vacío que crece cada día.
Una tarde de lluvia, mientras tejía una bufanda para nadie en particular, escuché un golpe en la puerta. Era Javier, mi hermano menor. Venía borracho, como casi siempre desde que perdió el trabajo en la fábrica.
—Lucía… préstame plata —balbuceó sin mirarme a los ojos.
—No tengo, Javier. Apenas me alcanza para mí —le respondí con tristeza.
—Siempre fuiste la preferida de mamá… seguro guardás algo —insistió, con resentimiento en la voz.
—No es cierto. Todos sufrimos igual —le dije, pero él ya se había ido, tambaleando bajo la lluvia.
Esa noche lloré como hacía tiempo no lloraba. No sólo por Javier, sino por todos nosotros: por mi familia rota, por los sueños que no se cumplieron, por los abrazos que ya no llegan.
Al día siguiente fui al mercado a comprar pan y verduras. La señora Rosa me saludó con su sonrisa habitual:
—¿Y los chicos? ¿Ya vinieron a visitarla?
—No todavía —respondí bajando la mirada.
—Paciencia, Lucía. Los hijos siempre vuelven —dijo con convicción.
Pero yo ya no estoy tan segura. En este país, los jóvenes se van porque aquí no hay oportunidades. Se van dejando atrás madres como yo: mujeres que aprendieron a ser fuertes a fuerza de golpes y ausencias.
Esa noche me senté frente a la ventana con una taza de mate y miré las luces lejanas del barrio. Pensé en escribirles una carta a mis hijos, pero no supe qué decirles. ¿Cómo explicarles este dolor sin hacerlos sentir culpables? ¿Cómo pedirles que vuelvan sin cortarles las alas?
El tiempo pasa lento cuando se está solo. Los días se confunden y las estaciones cambian casi sin darme cuenta. A veces me sorprendo hablando sola:
—Lucía, tenés que levantarte… Lucía, no te olvides de tomar los remedios…
Un día recibí una llamada inesperada. Era Camila:
—Mamá… estoy pensando en volver —dijo con voz temblorosa.
—¿De verdad? —pregunté conteniendo el llanto.
—Sí… extraño todo: la casa, tu comida… extraño sentirme en casa.
Sentí una mezcla de alegría y miedo. ¿Y si vuelve y nada es como antes? ¿Y si no encuentra lo que busca?
Pasaron semanas sin noticias hasta que un domingo escuché pasos en el pasillo. Abrí la puerta y ahí estaba Camila: más flaca, más adulta, pero con los mismos ojos tristes de siempre.
Nos abrazamos largo rato sin decir palabra. Después nos sentamos en la cocina y preparamos empanadas como antes. Hablamos poco; las palabras sobraban.
Esa noche Camila lloró en mi regazo como cuando era niña:
—Perdón por irme así… Tenías razón: allá tampoco es fácil.
—No importa hija… lo importante es que estás aquí —le susurré acariciándole el pelo.
Desde ese día la casa volvió a llenarse de vida poco a poco. Camila consiguió trabajo en una panadería del barrio y yo volví a sonreír con ganas. Pero Tomás sigue lejos; sus mensajes son cada vez más escuetos.
A veces me pregunto si algún día estaremos todos juntos otra vez o si esta es la vida que nos tocó vivir: separados por fronteras invisibles hechas de miedo y necesidad.
¿Será posible reconstruir lo perdido? ¿O hay heridas que nunca terminan de sanar? ¿Cuántas madres como yo esperan cada noche una llamada o un regreso inesperado?
Quizás nunca tenga respuestas… pero hoy agradezco este pequeño milagro: escuchar otra vez una voz querida rompiendo el silencio.