El eco de las decisiones: una noche en Medellín

—¡No, Laura! ¡No abras esa puerta todavía!— grité, pero mi voz se perdió entre el estruendo de la música y los gritos de la gente en la fiesta. El sudor me corría por la frente, y sentía el corazón a punto de salirse del pecho. Afuera, la lluvia caía con furia sobre las calles empinadas de Medellín, y el eco de los truenos parecía burlarse de mi desesperación.

Laura, mi esposa desde hace seis años, me miró con esos ojos grandes y oscuros que siempre me habían desarmado. —¿Por qué estás tan nervioso, Julián? Solo es una puerta— dijo, intentando sonar tranquila, pero noté el temblor en su voz. Sabía que algo no estaba bien. Yo también lo sabía, pero no podía decirle la verdad. No todavía.

Todo comenzó esa noche, cuando salimos de la fiesta de cumpleaños de mi hermano Camilo. Habíamos discutido por una tontería: ella quería quedarse más tiempo, yo solo quería irme a casa. El ambiente estaba cargado, y el alcohol no ayudaba. Caminamos bajo la lluvia hasta el carro, sin hablarnos. Cuando subimos, Laura rompió el silencio:

—¿Por qué siempre tienes que arruinarlo todo?—

No respondí. Arranqué el carro y empecé a manejar por las calles mojadas, tratando de ignorar el nudo en mi garganta. De repente, una sombra cruzó la calle. Frené con todas mis fuerzas, pero fue demasiado tarde. El golpe fue seco, brutal. Un muchacho cayó al suelo, su bicicleta destrozada bajo las llantas.

—¡Dios mío, Julián! ¿Qué hiciste?— gritó Laura, llevándose las manos a la boca.

Me bajé del carro temblando. El chico estaba inconsciente, sangrando por la cabeza. Miré alrededor: nadie había visto nada. La calle estaba desierta. Laura lloraba desconsolada.

—Tenemos que llamar a una ambulancia— susurró.

Pero yo solo pensaba en mi hija Valentina, en lo que pasaría si iba preso. En ese momento tomé la peor decisión de mi vida: arrastré al chico hacia la acera y huimos del lugar.

Esa noche no dormimos. Laura no dejó de llorar ni un segundo. Yo solo podía pensar en el muchacho y en su familia. Al día siguiente, las noticias hablaron del accidente: «Joven ciclista en estado crítico tras atropello y fuga». Sentí que me ahogaba.

Los días pasaron y la culpa se volvió insoportable. Laura apenas me hablaba; Valentina preguntaba por qué mamá lloraba tanto. Yo iba al trabajo como un zombi, temiendo que en cualquier momento la policía viniera a buscarme.

Una tarde, mientras recogía a Valentina del colegio, vi a una mujer parada frente a la entrada. Tenía el rostro cansado y los ojos hinchados de tanto llorar. Sostenía una foto del muchacho accidentado.

—¿Usted conoce a este niño?— me preguntó con voz quebrada.

Sentí que el mundo se me venía encima. Balbuceé algo y salí corriendo con Valentina de la mano. Esa noche le confesé todo a Laura:

—No puedo más con esto. Tenemos que hacer algo.

Ella me miró con rabia y dolor.—¿Y ahora sí te importa? ¿Después de dejarlo tirado como un perro?—

No supe qué responderle. Solo lloré como un niño.

Al día siguiente fui a la iglesia del barrio y hablé con el padre Andrés. Le conté todo, esperando encontrar consuelo o al menos una guía.

—Hijo, todos cometemos errores— dijo él— pero esconderse solo hace que el dolor crezca. Debes enfrentar las consecuencias.

Salí de la iglesia decidido a entregarme, pero cuando llegué a casa encontré a Laura empacando sus cosas.

—No puedo seguir contigo, Julián. No después de esto.—

Intenté detenerla, pero fue inútil. Se llevó a Valentina y me dejó solo con mi culpa.

Pasaron semanas antes de que reuniera el valor para buscar a la familia del muchacho accidentado. Cuando finalmente lo hice, descubrí que el chico había muerto dos días después del accidente. Su madre me recibió con una mezcla de odio y resignación.

—¿Por qué lo dejaste ahí? ¿Por qué no ayudaste?—

No tenía respuestas. Solo lágrimas y arrepentimiento.

Me entregué a la policía esa misma tarde. El proceso fue largo y doloroso; perdí mi trabajo, mi familia y mi dignidad. En prisión tuve tiempo para pensar en todo lo que había perdido por una decisión cobarde.

Un día recibí una carta de Laura:

«Julián,
No sé si algún día podré perdonarte, pero Valentina merece saber que su padre intentó hacer lo correcto al final. Espero que encuentres paz donde sea que estés.
Laura»

Esa carta fue un pequeño rayo de esperanza en medio de tanta oscuridad. Empecé a ayudar en talleres dentro de la cárcel, hablando con otros presos sobre las consecuencias de nuestras acciones.

Hoy, después de cinco años encerrado, estoy a punto de salir en libertad condicional. No sé si podré recuperar a mi familia o si podré perdonarme algún día por lo que hice.

A veces me pregunto: ¿fue solo mala suerte o el destino me puso esa prueba para enseñarme algo? ¿Cuántos más han callado sus culpas por miedo? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?