El eco de las páginas: Una vida después de la biblioteca

—¿Y ahora qué, Carmen? —me pregunté en voz alta, sentada en la orilla de mi cama, mientras la luz del amanecer apenas se colaba por la ventana. El silencio era tan denso que podía escuchar el tic-tac del viejo reloj de pared, ese que colgaba en la sala desde que mi esposo, Ernesto, estaba vivo. Él se fue hace seis años y, desde entonces, mi vida giraba en torno a la biblioteca del pueblo. Cuarenta y dos años entre estantes y libros, entre el olor a papel viejo y las risas de los niños que venían a hacer sus tareas. Ahora, tras mi jubilación, el pueblo seguía igual, pero yo me sentía invisible.

Mi hija, Mariana, vive en Monterrey y apenas llama. Mi nieto, Emiliano, ya es un adolescente y prefiere los videojuegos a escuchar las historias de su abuela. «Mamá, disfruta tu descanso», me dijo Mariana cuando le confesé mi miedo a no tener nada que hacer. Pero ¿cómo se disfruta el vacío?

El primer mes fue el peor. Me levantaba temprano por costumbre, preparaba café para dos aunque solo quedara yo. Caminaba hasta la plaza y veía a las mismas señoras vendiendo tamales, a los niños corriendo detrás de un balón. Pero nadie me necesitaba. Nadie preguntaba por mí. En la biblioteca ya habían puesto a una joven llamada Paola, que según decían tenía ideas «más modernas».

Una tarde, mientras regaba mis plantas, escuché un llanto ahogado al otro lado de la barda. Me asomé y vi a una joven sentada en la banqueta, abrazando a una niña pequeña. Me acerqué con cautela.

—¿Estás bien? —pregunté.

La joven levantó la mirada, los ojos hinchados de tanto llorar.

—Perdón, señora… Es que no sé qué hacer. Mi esposo se fue a buscar trabajo a Estados Unidos y no tengo a quién pedirle ayuda con mi hija. No tengo familia aquí.

Me presenté: Carmen Rodríguez, exbibliotecaria. Ella era Lucía, recién llegada de Chiapas. Su hija se llamaba Sofía y tenía cinco años.

—¿Te gustaría tomar un café? —le ofrecí.

Esa tarde fue el inicio de algo nuevo. Lucía venía cada día con Sofía. Al principio solo para platicar, luego para que le ayudara con las tareas de la niña. Descubrí que Sofía no sabía leer bien y Lucía apenas entendía los formularios del seguro popular.

—¿Por qué me ayuda? —me preguntó Lucía una tarde.

—Porque yo también necesito sentirme útil —le respondí sin pensarlo mucho.

Poco a poco, otras madres migrantes empezaron a llegar. Alguien les contó que «la señora Carmen» ayudaba con las tareas y los trámites. Mi casa se llenó de risas infantiles y conversaciones en voz baja sobre papeles perdidos y sueños rotos.

Pero no todo era fácil. Un día Mariana me llamó preocupada:

—Mamá, ¿no te da miedo meter extraños a tu casa? ¿Y si te roban?

Sentí un nudo en el estómago. ¿Estaba haciendo mal? ¿Era imprudente confiar en gente que apenas conocía? Pero cuando veía los ojos agradecidos de Lucía o escuchaba a Sofía leer en voz alta por primera vez, sabía que estaba haciendo lo correcto.

El pueblo empezó a murmurar. «La Carmen está loca, llena su casa de forasteros». Incluso Paola vino un día a advertirme:

—Doña Carmen, tenga cuidado. La gente habla…

Pero yo ya no podía volver atrás. Había encontrado un nuevo propósito.

Una tarde lluviosa, Lucía llegó corriendo con Sofía empapada.

—¡Señora Carmen! ¡Me dieron trabajo limpiando en la escuela! —me gritó entre lágrimas de alegría.

La abracé fuerte. Sentí que algo dentro de mí sanaba poco a poco.

Un domingo cualquiera, Emiliano vino a visitarme. Lo encontré sentado en el patio jugando con Sofía y otros niños.

—Abuela, ¿puedes contarme otra historia como las que cuentas a los niños?

Por primera vez en mucho tiempo sentí que mi voz importaba otra vez.

Hoy sé que el miedo más grande no era envejecer ni quedarme sola. Era dejar de ser útil, dejar de tener un lugar en el mundo. Pero aprendí que siempre hay alguien que necesita lo que uno puede dar: una palabra amable, un consejo, una historia antes de dormir.

A veces me pregunto: ¿cuántas personas mayores viven sintiéndose invisibles cuando podrían ser el corazón de su comunidad? ¿Cuántos talentos se pierden por creer que ya no somos necesarios?

¿Y tú? ¿Has sentido alguna vez ese miedo al vacío después de tantos años dedicados a los demás? ¿Qué crees que podríamos hacer para devolverle el valor a quienes ya dieron tanto?