El eco de las paredes vacías

—¿Por qué lo hiciste, mamá? —mi voz temblaba, rebotando en las paredes recién pintadas del departamento vacío.

Ella no me miró. Sostenía las llaves entre los dedos como si fueran un amuleto. Afuera, la ciudad de Medellín hervía con su bullicio de siempre, pero aquí dentro el silencio era tan denso que dolía.

—No lo entenderías ahora, Lucía —susurró, y supe que no iba a darme más explicaciones.

Hace apenas un mes me casé con Santiago. Tenía veinticinco años y el corazón lleno de ilusiones. Desde niña soñaba con un hogar propio, uno donde pudiera empezar de cero, lejos de los gritos y las discusiones que llenaban la casa de mis padres en Envigado. Cuando mamá empezó a remodelar el viejo apartamento de la abuela, todos pensamos que era para mí. «Para cuando Lucía se case», decía mi papá en las cenas, y yo me aferraba a esa esperanza como quien se aferra a una tabla en medio del mar.

Pero cuando el polvo del último martillazo se asentó, mamá empacó sus cosas y se mudó sola. Papá se quedó mirando la puerta cerrarse tras ella, con los ojos húmedos y la voz rota. Yo sentí que me arrancaban el suelo bajo los pies.

—¿Y ahora qué vamos a hacer? —le pregunté a Santiago esa noche, mientras él acariciaba mi cabello en la cama diminuta de nuestro cuarto alquilado.

—Vamos a salir adelante —me dijo—. Juntos. No necesitamos nada más.

Pero yo sí necesitaba más. Necesitaba respuestas. Necesitaba entender por qué mi mamá había decidido irse justo cuando más la necesitaba. ¿Acaso no era suficiente buena hija? ¿No merecía ese nuevo comienzo?

Las semanas pasaron entre visitas incómodas a la casa de mi papá —que ahora parecía más grande y más triste— y mensajes fríos de mi mamá: «Estoy bien, Lucía. No te preocupes por mí». Pero yo no podía dejar de preocuparme.

Una tarde lluviosa, decidí enfrentarla. Toqué la puerta del departamento y esperé. Cuando abrió, vi que había colgado cortinas nuevas y puesto plantas en el balcón. Todo olía a nuevo, pero también a soledad.

—¿Por qué te fuiste? —insistí—. ¿Por qué justo ahora?

Ella suspiró y se sentó en el sofá.

—Toda mi vida he hecho lo que los demás esperaban de mí —dijo—. Me casé joven porque era lo correcto. Crié una familia porque era lo que tocaba. Pero nunca me pregunté qué quería yo realmente.

Sentí rabia. ¿Y yo? ¿Acaso yo no tenía derecho a soñar? ¿No era justo que esperara un poco de apoyo ahora que empezaba mi propia vida?

—¿Y papá? ¿Y yo? —pregunté, la voz quebrada—. ¿No pensaste en nosotros?

Ella me miró con una tristeza infinita.

—Pensé en ustedes toda mi vida. Pero si no me encontraba a mí misma ahora, nunca lo haría.

Salí de ahí con el alma hecha pedazos. Caminé bajo la lluvia hasta la estación del metro, sintiendo que cada gota me calaba hasta los huesos.

Esa noche discutí con Santiago. Él no entendía por qué seguía dándole vueltas al asunto.

—Tu mamá es adulta —me dijo—. Tiene derecho a buscar su felicidad.

—¿Y yo? —grité—. ¿Yo no tengo derecho a sentirme traicionada?

Él me abrazó en silencio, pero yo sentí que una grieta invisible se abría entre nosotros.

Los días siguientes fueron una sucesión de silencios incómodos y llamadas perdidas. Papá empezó a beber más de la cuenta. Lo encontré una tarde sentado en el balcón, mirando las luces de la ciudad con los ojos vidriosos.

—Tu mamá siempre fue más valiente que yo —me confesó—. Yo nunca me atreví a cambiar nada.

Me senté a su lado y lloramos juntos por todo lo que habíamos perdido: la familia perfecta que nunca existió, los sueños que se desmoronaban como las paredes viejas del apartamento de la abuela.

En medio de ese dolor, empecé a ver cosas que antes no veía: cómo mamá siempre callaba cuando papá levantaba la voz; cómo sus manos temblaban al servir la comida; cómo sus ojos buscaban una ventana abierta en cada habitación.

Un día recibí un mensaje de ella: «¿Quieres venir a cenar? Cociné tu plato favorito».

Fui con el corazón apretado. La encontré diferente: más tranquila, más ligera. Hablamos largo rato sobre cosas simples: recetas, plantas, libros. Al despedirme, me abrazó fuerte.

—Perdóname si te hice daño —susurró—. Pero necesitaba aprender a quererme para poder quererte mejor.

Esa noche entendí que los sueños no siempre se cumplen como uno espera. Que a veces hay que perderlo todo para empezar de nuevo.

Hoy sigo viviendo en un cuarto alquilado con Santiago. No tengo el departamento soñado ni la familia perfecta. Pero tengo algo más valioso: la certeza de que puedo reconstruir mi vida desde las ruinas del pasado.

A veces me pregunto si algún día podré perdonar del todo a mi mamá, o si podré confiar otra vez en los sueños compartidos. ¿Ustedes creen que es posible sanar una herida así? ¿O hay cosas que simplemente nunca vuelven a ser como antes?