El eco de los silencios: La vida de Marta Salazar
—¿Por qué nadie me avisó antes? —grité al teléfono, la voz quebrada, mientras el eco rebotaba en las paredes impecables de mi departamento en el centro de Guadalajara. El reloj marcaba las 7:13 p.m., y la ciudad rugía allá afuera, indiferente a mi súbito temblor.
—Tía Marta… —la voz de mi prima Lucía sonaba lejana, como si hablara desde otro mundo—. Todo pasó tan rápido. Mi hermana… ya no está. Y Valeria… Valeria no tiene a dónde ir.
Me quedé en silencio. El aire se volvió denso, casi irrespirable. Yo, Marta Salazar, la mujer que nunca necesitó a nadie, que había hecho de su soledad un escudo y de su orden una religión, ahora debía abrirle la puerta a una adolescente huérfana. ¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora?
Hasta ese momento, mi vida había sido una sucesión de días idénticos: me levantaba a las 6:00, preparaba café con leche descremada y dos tostadas integrales, revisaba mis cuentas y salía a la fábrica de muebles donde llevaba más de veinte años como contadora. Mi jefe, don Ernesto, siempre decía: “Marta, usted es la columna vertebral de esta empresa”. Yo asentía con una sonrisa discreta, mientras mis compañeros murmuraban que era fría y distante. Pero yo sabía que el orden era mi refugio. No tenía hijos ni pareja; nunca los quise. Mi madre solía decirme: “Marta, te vas a quedar sola”. Y yo respondía: “Prefiero la soledad a una vida llena de gritos y peleas”.
Pero esa noche, mientras miraba la maleta raída de Valeria en la entrada, sentí que el piso se abría bajo mis pies.
—Hola, tía —dijo ella, bajando la mirada. Tenía dieciséis años y los ojos hinchados de tanto llorar.
No supe qué decirle. Le ofrecí un vaso de agua y le mostré el cuarto de visitas, ese que siempre mantenía cerrado para que el polvo no invadiera mi santuario.
—Gracias —susurró Valeria, abrazando su mochila como si fuera un salvavidas.
Las primeras semanas fueron un infierno silencioso. Yo intentaba mantener mis rutinas: limpiar cada rincón, preparar cenas ligeras, ver las noticias a las nueve. Pero Valeria era un torbellino de emociones contenidas; lloraba por las noches y dormía hasta tarde. Faltaba a la prepa y recibía mensajes de amigos que no contestaba. Una tarde la encontré sentada en el balcón, mirando la ciudad con los ojos perdidos.
—¿Te pasa algo? —pregunté con torpeza.
Ella me miró con rabia y tristeza.
—¿Por qué te importa? Ni siquiera me conoces.
Sentí el golpe en el pecho. Tenía razón. No sabía nada de ella, ni de sus sueños ni de sus miedos. Solo era la tía lejana que vivía sola y que ahora debía hacerse cargo por obligación.
Esa noche no pude dormir. Me pregunté si mi madre tenía razón: ¿la soledad era realmente mejor que el caos del amor?
Los días pasaron y la tensión creció. Una tarde recibí una llamada del director de la prepa:
—Señora Salazar, Valeria ha faltado mucho últimamente. ¿Todo está bien en casa?
Sentí vergüenza y rabia. ¿Cómo podía explicarle que yo tampoco sabía si todo estaba bien? Colgué sin responder y busqué a Valeria en su cuarto. La encontré llorando sobre la cama.
—No quiero estar aquí —me gritó—. Quiero a mi mamá.
Me senté a su lado y por primera vez en años dejé caer las lágrimas.
—Yo tampoco sé cómo hacer esto —admití—. Pero quiero intentarlo contigo.
Ese fue el primer pequeño puente entre nosotras. Empezamos a hablar, poco a poco. Descubrí que Valeria amaba dibujar y soñaba con estudiar arquitectura. Le compré un cuaderno nuevo y algunos lápices; ella me regaló una sonrisa tímida.
Pero los problemas no tardaron en regresar. Una noche Valeria no volvió a casa. Llamé a sus amigos, recorrí las calles cercanas a la prepa y terminé en la Cruz Verde preguntando por ella como una madre desesperada.
A las dos de la mañana regresó sola, con los ojos rojos y olor a cigarro.
—¿Dónde estabas? —le grité—. ¡Me tenías muerta de miedo!
Ella me miró desafiante.
—No soy tu hija. No tienes derecho a controlarme.
Me quedé helada. ¿Qué derecho tenía realmente? ¿Era suficiente el parentesco para exigirle algo? Esa noche dormí en el sillón, abrazando una almohada como si fuera un escudo contra el dolor.
Al día siguiente llamé a Lucía.
—No puedo con esto —le confesé entre sollozos—. No sé ser madre ni tía ni nada.
Lucía suspiró al otro lado del teléfono.
—Nadie sabe cómo hacerlo, Marta. Solo se aprende caminando juntas.
Colgué y miré mi reflejo en el espejo: una mujer de cincuenta años, sola pero ya no tan segura de querer seguir así.
Con el tiempo, Valeria y yo encontramos un ritmo propio. Aprendí a dejar migajas de desorden en casa; ella aprendió a confiar un poco más en mí. Empezamos a cocinar juntas los domingos; yo le enseñé recetas de mi madre y ella me mostró cómo usar Instagram para ver sus dibujos.
Un día llegó con una carta: había sido aceptada en la universidad para estudiar arquitectura.
—Gracias por no rendirte conmigo —me dijo abrazándome fuerte.
Lloré como nunca antes. Por primera vez sentí que mi vida tenía sentido más allá del orden y la rutina.
Ahora, mientras escribo esto sentada en el mismo balcón donde Valeria solía perderse en sus pensamientos, me pregunto: ¿Cuántas veces nos escondemos detrás del silencio para no enfrentar lo que realmente necesitamos? ¿Vale la pena vivir en soledad solo por miedo al dolor?
¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez que su vida perfecta era solo una fachada para no enfrentar sus propios miedos?