El eco de los sueños rotos
—¿No te arrepientes? —me preguntó Julián, apretando mi mano con fuerza mientras la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestra casa en Medellín.
—No —le respondí, aunque mi voz temblaba. Afuera, los truenos parecían burlarse de mi intento de valentía. Sofía, nuestra hija de ocho años, dormía en el cuarto contiguo, ajena a la tormenta que se desataba dentro y fuera de casa.
Julián suspiró y me miró con esos ojos oscuros que siempre supieron leerme el alma. —Yo solo quiero que estemos bien, Lucía. Que no falte nada. Pero a veces siento que tu cabeza está en otro mundo…
No pude evitarlo: las lágrimas se me escaparon. ¿Cómo explicarle que mi mundo era ese otro? Que desde niña, cuando mi abuela me enseñó a mezclar colores con tierra y agua en el patio de su finca en Antioquia, supe que lo mío era crear. Que el arte era mi refugio y mi condena.
Pero aquí estábamos, veinte años después, discutiendo porque había gastado el último dinero del mes en pinceles y lienzos en vez de arroz y frijoles. La nevera vacía era un recordatorio cruel de mis prioridades equivocadas.
—¿Y si lo intento una vez más? —susurré—. Hay un concurso en la Casa de la Cultura. El premio es suficiente para pagar las cuentas por tres meses…
Julián se levantó bruscamente. —¿Y si no ganas? ¿Y si otra vez te quedas con las manos vacías? Lucía, ya no somos unos pelaos soñando con cambiar el mundo. Tenemos una hija. ¡Tenemos responsabilidades!
Me quedé callada. Sabía que tenía razón. Pero también sabía que si renunciaba a mi pasión, algo dentro de mí moriría para siempre.
Esa noche no dormí. Me senté junto a la ventana, viendo cómo la ciudad se iluminaba a lo lejos entre relámpagos. Recordé a mi madre, trabajando doble turno en la panadería para que yo pudiera estudiar arte en la universidad pública. Recordé las veces que vendí retratos en la plaza para ayudar con los gastos. Y recordé la promesa que me hice: nunca dejaría de crear.
A la mañana siguiente, Sofía entró corriendo al cuarto con su cuaderno de dibujos. —Mira, mami, hice un mural como los tuyos.
La abracé fuerte. En sus ojos brillaba esa chispa que yo temía perder.
—¿Por qué lloras, mami? —preguntó.
—Porque a veces los grandes también tenemos miedo —le respondí.
Ese día decidí inscribirme en el concurso. Vendí unos aretes artesanales que tenía guardados para comprar comida y materiales básicos. Julián no me habló por dos días. El silencio entre nosotros era más frío que el viento de la madrugada.
La semana del concurso fue un torbellino: trabajaba en la tienda del barrio por las mañanas y pintaba por las noches, cuando Sofía dormía y Julián veía fútbol con los vecinos. Mi obra era un mural sobre la esperanza: una niña parada sobre un tejado mirando el horizonte, rodeada de mariposas amarillas como las de Macondo.
El día de la premiación llegó y Julián apareció en la Casa de la Cultura con Sofía de la mano. No dijo nada, pero su presencia me dio fuerzas.
Cuando anunciaron a la ganadora y no escuché mi nombre, sentí que el mundo se me venía encima. Sofía corrió a abrazarme y Julián me miró con tristeza contenida.
—Lo siento —musité—. Les fallé otra vez.
Julián me abrazó por primera vez en días. —No nos fallaste. Solo… prométeme que no vas a dejar que esto te destruya.
Caminamos a casa bajo una llovizna fina. Al llegar, vi una nota pegada en la puerta: “Nos encantó tu mural. ¿Te gustaría pintar uno en nuestra escuela? Llama al 310-xxx-xxxx”. Era del director del colegio del barrio.
Por primera vez en semanas, sentí esperanza. No era el premio grande, pero era una oportunidad.
Esa noche cenamos juntos y Sofía dibujó mariposas en su cuaderno mientras Julián y yo hablamos largo rato.
—Tal vez no tengamos mucho —dijo él—, pero tenemos esto: tú luchando por tus sueños y nosotros apoyándote como podamos.
Me di cuenta de que el arte no solo era mi escape; también podía ser nuestro puente para salir adelante juntos.
Hoy pinto murales en escuelas y centros comunitarios. No somos ricos, pero nunca falta un plato de comida ni una sonrisa en casa. Sofía sueña con ser artista como yo y Julián aprendió a ver mis pinceles como aliados, no enemigos.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo han tenido que elegir entre sus sueños y su familia? ¿Y si nos atrevemos a creer que podemos tener ambos?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Vale la pena luchar por lo que amamos aunque todo parezca estar en contra?