El eco de mi cumpleaños: soledad en la provincia argentina

—¿Y si hoy tampoco llama nadie? —me pregunté mientras miraba el celular, la pantalla negra reflejando mi cara cansada. Era mi cumpleaños número treinta y seis y, como cada año desde que mamá se fue a Buenos Aires con mi hermana menor, la casa estaba vacía. El mate se enfriaba en la mesa y el único sonido era el tic tac del reloj heredado de mi abuela.

Antes, en esta misma cocina, las risas de mis amigos llenaban el aire. Recuerdo a Lucía, con su voz chillona, trayendo una torta improvisada; a Diego, siempre con una guitarra desafinada; a mis primos, corriendo por el patio. Pero ahora, hasta los perros del vecino parecían celebrar más que yo.

La última vez que celebré rodeada de gente fue hace cinco años. Esa noche, después de soplar las velas, papá se levantó y anunció que se iba. Nadie entendió nada. Mamá lloró en silencio y yo me quedé paralizada, con la sonrisa congelada en la cara. Desde entonces, cada cumpleaños es un recordatorio de lo que perdí: una familia unida, amigos cercanos, la ilusión de que todo podía mejorar.

—¿Por qué no llamás a tu hermana? —me preguntó doña Marta, la vecina, cuando me cruzó en la verdulería ayer.

—No sé… Hace meses que no hablamos. Está ocupada con sus cosas —le respondí, evitando su mirada. La verdad es que no sé cómo empezar una conversación con alguien que parece haber olvidado que existo.

En este pueblo del interior de Córdoba, todos saben todo. Cuando papá se fue con otra mujer a Rosario, los chismes no tardaron en llegar. «La familia de los Fernández ya no es lo que era», decían en la panadería. Mamá no soportó la vergüenza y se fue con mi hermana a buscar trabajo en la capital. Yo me quedé para cuidar la casa y porque, en el fondo, tenía miedo de empezar de cero en otro lado.

Los días pasaron y los amigos también se fueron. Lucía consiguió una beca en México; Diego se casó y se mudó a Mendoza; los primos crecieron y ahora solo mandan mensajes para Navidad. El grupo de WhatsApp quedó en silencio hace años.

Hoy, mientras preparo una torta para mí sola, pienso en todo lo que soñé cuando era chica: ser maestra, tener una familia grande, viajar por el país. Pero la vida se encargó de mostrarme que los sueños no siempre se cumplen. Conseguí un trabajo en la escuela del pueblo, pero los chicos ya no me miran como antes. «La seño está triste», escuché decir a uno el otro día.

El timbre suena y mi corazón salta. ¿Será mamá? ¿Mi hermana? ¿Algún amigo perdido? Pero no: es el cartero con una factura de luz y una propaganda política. Cierro la puerta despacio y vuelvo a la cocina.

Me siento frente a la ventana y miro el patio vacío. El limonero sigue ahí, igual que cuando papá lo plantó. Me acuerdo de sus palabras: «Este árbol va a darte sombra cuando seas grande». Ahora solo da sombra a mis recuerdos.

A veces pienso en irme también. Vender todo y probar suerte en Buenos Aires o en algún lugar donde nadie me conozca. Pero algo me ata a esta casa: tal vez la esperanza tonta de que algún día volverán todos y haremos una gran fiesta como antes.

El celular vibra. Un mensaje de Lucía: «Feliz cumple, vieja amiga! Perdón por no estar cerca. Te extraño». Sonrío entre lágrimas. Le respondo rápido: «Gracias Lu! Yo también te extraño». Pero sé que mañana volverá el silencio.

Por la tarde, llamo a mamá. Atiende cansada:
—Hola hija…
—Hola má… Hoy es mi cumple —le digo, fingiendo alegría.
—Ay, sí… perdoname, estoy tan ocupada… ¿Cómo estás?
—Bien… sola —respondo bajito.
Se hace un silencio incómodo. Escucho a mi hermana reírse al fondo.
—Bueno hija, después te llamo bien…
Cuelga antes de que pueda decirle cuánto la necesito.

La noche cae y prendo una vela sobre la torta. Cierro los ojos y pido un deseo: volver a sentirme parte de algo, aunque sea por un día.

Afuera, los grillos cantan y el pueblo duerme temprano como siempre. Me pregunto si alguien más estará soplando velas solo esta noche; si habrá otra persona esperando una llamada que nunca llega.

La soledad duele más en los días importantes. No es solo no tener con quién brindar; es sentir que tu historia ya no le importa a nadie. Que los recuerdos pesan más que los sueños.

Mañana será otro día igual al anterior: levantarme temprano, preparar clases, saludar a los vecinos con una sonrisa forzada. Pero hoy quiero permitirme llorar por todo lo que perdí y por lo que nunca tuve.

¿Será que todos estamos un poco solos aunque estemos rodeados de gente? ¿O solo yo siento este vacío tan grande?

Si alguna vez te sentiste así, contame tu historia… ¿Cómo hacés para seguir adelante cuando parece que nadie te ve?