El eco de mi propia voz: La soledad elegida de Julián a los 54 años

—¿Otra vez solo, Julián? —me preguntó Ernesto apenas abrí la puerta, con esa mezcla de burla y preocupación que solo los amigos de toda la vida saben usar.

Me encogí de hombros, invitándolo a pasar. El aroma a café recién hecho llenaba el departamento, pero el silencio era más denso que el humo que salía de las tazas. Ernesto dejó caer su mochila sobre el sofá y me miró como si esperara una confesión.

—¿No te cansas? —insistió—. Mira que la vida se va, hermano. ¿No extrañas tener a alguien al lado?

Me quedé callado. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales del piso quince, y por un momento pensé en Lucía, mi exesposa, y en cómo la soledad se había vuelto mi única compañera desde aquel divorcio hace ya ocho años. No era que no extrañara el calor de una pareja, pero la herida seguía abierta, y la presión de todos —mi madre, mis hermanas, incluso mis hijos— me pesaba como una losa.

—¿Sabes qué es peor que estar solo, Ernesto? —le respondí al fin—. Estar acompañado y sentirse invisible.

Él suspiró, removiendo el café con la cucharita. —Pero no puedes vivir así para siempre. Mira a Marta, la vecina del 5B. Se casó hace poco con ese contador, y se le ve feliz.

Me reí amargamente. —¿Feliz? ¿O resignada? Aquí todos creen que la felicidad está en casarse otra vez, aunque sea con alguien que apenas conoces. ¿Y si no quiero eso?

Ernesto me miró con lástima. —La gente habla, Julián. Dicen que te volviste raro desde el divorcio. Que ya no eres el mismo.

Sentí un nudo en la garganta. ¿Acaso tenía que justificar mi vida ante todos? Recordé las reuniones familiares donde mi madre me presentaba a mujeres divorciadas o viudas, todas alrededor de los cuarenta y tantos, como si fueran mercancía en una feria. «Mira, Julián, ella también sabe lo que es sufrir», me decían. Pero yo no buscaba consuelo ni compañía por obligación.

—¿Y si prefiero estar solo? —le pregunté a Ernesto—. ¿Por qué nadie entiende eso?

Él se encogió de hombros. —Porque aquí nadie quiere estar solo, viejo. Porque nos enseñaron que la vida sin pareja es media vida.

Me levanté y caminé hasta la ventana. Las luces de la ciudad titilaban entre la lluvia. Pensé en mis hijos, ya grandes, viviendo sus propias vidas. Pensé en Lucía y en cómo nos perdimos entre rutinas y silencios incómodos. Pensé en todas las veces que fingí estar bien solo para no preocupar a nadie.

—A veces creo que nací para esto —dije en voz baja—. Para escuchar el eco de mi propia voz.

Ernesto se acercó y me puso una mano en el hombro. —No tienes que demostrarle nada a nadie, Julián. Pero tampoco te encierres tanto.

Me reí sin ganas. —¿Sabes cuántas veces me han dicho eso? Mi mamá me llama cada domingo solo para preguntarme si ya conocí a alguien. Mis hermanas me mandan mensajes con fotos de amigas solteras. Hasta mis hijos me preguntan si no me gustaría tener «alguien con quien ver películas».

Ernesto sonrió. —Bueno, tampoco estaría mal.

—No quiero volver a sentirme prisionero en mi propia casa —le dije—. No quiero volver a negociar cada decisión, cada silencio, cada espacio. Prefiero esta soledad honesta a una compañía forzada.

Él asintió, pero sus ojos decían otra cosa: incomprensión, quizá un poco de miedo. En nuestra cultura, un hombre solo a los cincuenta y tantos es visto como un fracaso o un bicho raro. Nadie entiende que la soledad también puede ser una elección digna.

La conversación se desvió hacia otros temas: el trabajo (yo soy contador independiente; Ernesto maneja un taxi), la inflación, el precio del gas. Pero el tema quedó flotando en el aire como una nube pesada.

Esa noche, después de que Ernesto se fue, me senté frente al televisor apagado y pensé en todas las veces que intenté rehacer mi vida por presión ajena. Recordé a Patricia, una mujer dulce pero demasiado parecida a Lucía; a Verónica, con su risa fácil y sus ganas de mudarse conmigo después de dos meses; a Sandra, que quería hijos cuando yo ya tenía nietos.

Ninguna relación prosperó porque yo no estaba listo para ceder otra vez mi espacio ni mis silencios. Y aunque todos insisten en que «el amor llega cuando menos lo esperas», yo ya no espero nada más que paz.

A veces salgo a caminar por el parque y veo parejas tomadas de la mano, familias enteras haciendo picnic los domingos. Siento una punzada de nostalgia, sí; pero también alivio al saber que no tengo que fingir ni negociar mi felicidad con nadie más.

En las reuniones familiares soy el «tío raro» que siempre tiene una excusa para irse temprano o para no asistir. Mi madre reza por mí cada noche; mis hermanas me mandan cadenas de WhatsApp sobre «el poder del amor después de los 50»; mis hijos me llaman menos seguido porque ya entendieron que no voy a cambiar.

Pero yo he encontrado belleza en la rutina solitaria: leer hasta tarde sin que nadie apague la luz; cocinar lo que quiero sin discutir por el menú; dormir del lado de la cama que prefiera; llorar o reír sin testigos ni juicios.

No niego que hay noches difíciles, cuando el silencio pesa más que nunca y el eco de mi propia voz me asusta un poco. Pero prefiero enfrentar esos fantasmas antes que volver a perderme en una relación por miedo al qué dirán.

Una vez le pregunté a mi madre si alguna vez fue feliz sola. Me miró sorprendida y luego bajó la mirada: «Nunca me lo permití», dijo apenas audible.

Quizá por eso insisten tanto: porque nadie les enseñó que también se puede ser feliz así.

Ernesto volvió a visitarme semanas después y trajo consigo a su prima Mariana, recién divorciada y con dos hijos adolescentes. La conversación fue cordial pero incómoda; ambos sabíamos lo que intentaba hacer Ernesto.

Cuando se fueron, le mandé un mensaje: «Gracias por pensar en mí, pero estoy bien así».

Él respondió con un emoji triste y un «algún día cambiarás de opinión».

Quizá sí; quizá no. Pero hoy prefiero esta soledad elegida antes que cualquier compañía impuesta por miedo o costumbre.

¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez esa presión de tener que estar con alguien solo para encajar? ¿Es tan malo elegir escucharse a uno mismo antes que al ruido del mundo?