El eco de mi voz: una vida entre sueños y silencios
—¡Abuela, ¿dónde está mi uniforme de fútbol?! —grita Camila desde el pasillo, mientras yo, sentada en la mesa de la cocina, sostengo una taza de mate que tiembla entre mis manos. El vapor me empaña los anteojos y, por un instante, veo mi reflejo borroso en la ventana. Me pregunto si alguna vez mi nieta sabrá quién fui realmente.
O tal vez ya no importa. Hace años que nadie me pregunta por mi voz.
Cierro los ojos y vuelvo a ese departamento diminuto en Villa Lugano, donde la humedad trepaba por las paredes y el ruido de los colectivos era el telón de fondo de mis días. Mi mamá, Teresa, planchaba camisas para familias del centro mientras yo, con apenas ocho años, me subía a una silla frente al espejo del pasillo. Agarraba la escobilla del pelo como si fuera un micrófono y cantaba a todo pulmón: boleros, tangos, hasta cumbias que escuchaba en la radio vieja. En esos minutos, el mundo era mío. Nadie podía decirme que no valía la pena soñar.
—¡Bajá el volumen, Lucía! —me retaba mi hermano mayor, Julián—. ¡No ves que mamá está cansada!
Pero yo seguía. Porque cantar era lo único que me hacía sentir viva.
A los quince años, me animé a participar en un concurso barrial. Recuerdo el temblor en las piernas, el sudor frío en las manos y la mirada orgullosa de mi mamá entre el público. Gané el segundo puesto y una medalla de lata que todavía guardo en una caja de zapatos. Esa noche, mientras cenábamos polenta con tuco, mamá me acarició el pelo y susurró:
—Vos vas a llegar lejos, hija. No dejes que nadie te apague esa luz.
Pero la vida no pregunta si estás lista para dejar de soñar. A los diecisiete, papá se enfermó y tuve que dejar la escuela para ayudar en casa. Empecé a limpiar oficinas en el microcentro y mis noches se llenaron de cansancio y silencio. La música quedó relegada a los ratos libres: un susurro bajo la ducha o un tarareo mientras lavaba los platos.
Conocí a Ernesto en una fiesta del barrio. Era electricista, simpático y tenía una sonrisa fácil. Nos casamos rápido; la vida no daba tiempo para cuentos de hadas. Pronto llegaron los hijos: primero Martín, después Sofía. El dinero nunca alcanzaba y los sueños se achicaban como la ropa vieja después de muchos lavados.
A veces, cuando Sofía lloraba por las noches, yo le cantaba bajito para calmarla. Ella se dormía abrazada a mi voz y yo sentía que todavía quedaba algo de esa Lucía que soñaba con escenarios y aplausos.
Pero Ernesto no entendía mi pasión. Una noche, después de una discusión por las cuentas impagas, me gritó:
—¡Dejá de perder el tiempo con esas canciones! ¡Eso no da de comer!
Me dolió más que cualquier golpe. Desde entonces, canté cada vez menos. Me convencí de que era mejor así: menos problemas, menos discusiones.
Los años pasaron como un tren sin frenos. Mis hijos crecieron y se fueron del barrio; yo me convertí en abuela casi sin darme cuenta. Ahora cuido a Camila mientras Sofía trabaja doble turno en el hospital. Camila es inquieta, fuerte, le gusta el fútbol y sueña con ser arquera de Boca Juniors. A veces la miro jugar en el patio y me pregunto si sabrá lo que es tener un sueño tan grande que te duela en el pecho.
Una tarde cualquiera, mientras doblaba ropa en el living, escuché a Camila tararear una melodía desconocida. Me acerqué despacio y le pregunté:
—¿Te gusta cantar?
Ella se encogió de hombros:
—Más o menos… Pero prefiero atajar penales.
Me reí bajito y sentí una punzada en el corazón. ¿Cómo contarle que su abuela alguna vez soñó con llenar teatros? ¿Que hubo un tiempo en que mi voz era mi mayor tesoro?
Esa noche busqué la caja donde guardo mis recuerdos: la medalla del concurso, una foto descolorida donde sonrío con un vestido prestado, un recorte de diario con mi nombre mal escrito. Todo lo que queda de mis sueños cabe en una caja de cartón.
Al día siguiente, mientras Camila hacía la tarea, me animé:
—¿Querés escuchar una canción vieja que cantaba tu abuela?
Ella levantó la vista del cuaderno:
—¿Vos cantabas?
Sentí vergüenza y orgullo al mismo tiempo. Me aclaré la garganta y empecé a cantar bajito «Alfonsina y el mar». Al principio dudé, pero después cerré los ojos y dejé que la música me llevara lejos del presente: volví a ser esa chica frente al espejo, con todo el futuro por delante.
Cuando terminé, Camila me miró sorprendida:
—Abuela… ¿por qué nunca me contaste esto?
No supe qué responderle. Tal vez porque aprendí a esconder mis sueños para sobrevivir. Tal vez porque nadie nunca me preguntó.
Ahora escribo estas palabras mientras escucho a Camila reírse en el patio. Pienso en todas las mujeres como yo: las que dejaron sus sueños guardados en cajas porque la vida les exigió ser fuertes antes que felices. Pienso en mi mamá, en Sofía, en tantas Lucías anónimas.
¿Será tarde para volver a cantar? ¿O tal vez los sueños nunca mueren del todo? ¿Cuántas historias como la mía hay escondidas detrás de puertas cerradas?
¿Y vos? ¿Te animás a contarme cuál es ese sueño que todavía guardás en silencio?