El Encuentro Inesperado en el Colectivo: La Historia de Zuzana y Arcadio
—¿Señorita, quiere sentarse? —me preguntó él, con una voz suave pero firme, mientras el colectivo temblaba por las calles de Buenos Aires, repleto de gente y de historias que se cruzaban sin mirarse.
Yo apenas podía sostenerme del pasamanos, con las piernas temblando después de doce horas en la panadería. El olor a pan caliente aún me seguía pegado a la ropa, mezclado con el sudor y el cansancio. Miré al hombre que me ofrecía su asiento: tenía unos ojos oscuros y sinceros, y una sonrisa tímida que parecía pedir disculpas por existir en un mundo tan hostil.
—Gracias —susurré, casi sin voz, y me dejé caer en el asiento como si fuera la última salvación antes del naufragio. Él se quedó de pie a mi lado, sujetándose con una mano al mismo pasamanos que yo había usado segundos antes.
El colectivo avanzaba lento, como si supiera que ninguno de nosotros tenía prisa por llegar a donde realmente no quería estar. Afuera, la ciudad era un mosaico de luces y sombras; adentro, el murmullo de conversaciones ajenas me envolvía como una manta pesada.
—¿Día largo? —me preguntó él, rompiendo el silencio incómodo.
—Larguísimo —contesté, sin querer sonar descortés. —A veces siento que no llego más…
Él asintió, como si entendiera algo más profundo que mis palabras. —Yo también vengo de trabajar. Soy enfermero en el hospital Pirovano. Hoy fue un día difícil…
No sé por qué, pero sentí ganas de llorar. Quizás era la forma en que lo dijo, o tal vez porque hacía mucho que nadie me preguntaba cómo estaba realmente. Me quedé callada unos segundos, mirando mis manos agrietadas por la harina y el frío.
—¿Y usted? —preguntó él— ¿Siempre vuelve tan tarde?
—Desde que mi mamá enfermó… sí. Tengo que cubrir dos turnos para poder pagar los remedios. Mi hermano se fue a Córdoba hace años y no volvió a llamar. Así que…
Me detuve. No quería contarle mi vida a un extraño. Pero Arcadio no era como los demás. Había algo en su mirada que me hacía sentir segura, como si pudiera confiarle mis secretos más oscuros.
El colectivo frenó bruscamente y una señora mayor casi cae sobre nosotros. Arcadio la sostuvo con delicadeza y le sonrió. Yo lo miré de reojo: ¿cómo podía alguien ser tan amable en una ciudad donde todos parecían estar a punto de explotar?
—Mi papá siempre decía que hay que ayudar aunque uno esté cansado —me dijo él, como si adivinara mis pensamientos.
—El mío decía que no hay que confiar en nadie —respondí sin pensar.
Arcadio rió suavemente. —Quizás los dos tenían razón.
Nos quedamos en silencio un rato largo. Yo pensaba en mi mamá, postrada en la cama desde hacía meses, y en cómo la casa se había llenado de silencios incómodos y reproches mudos desde que mi hermano desapareció. Pensaba en mi propio cansancio, en las veces que soñé con irme lejos y empezar de nuevo… pero siempre había algo que me ataba: la culpa, el miedo o simplemente la costumbre.
El colectivo llegó a Plaza Italia y muchos bajaron. Arcadio se sentó a mi lado.
—¿Sabés? A veces siento que estoy solo en el mundo —me confesó de repente—. Mi vieja murió hace dos años y mi viejo nunca estuvo presente. Tengo una hermana en Rosario pero casi no hablamos…
Lo miré sorprendida. Era raro escuchar a un hombre hablar así, sin vergüenza ni orgullo.
—¿Y cómo hacés para seguir adelante? —pregunté.
Él sonrió con tristeza. —No sé… supongo que uno sigue porque no queda otra. Pero a veces…
Se interrumpió cuando su celular vibró. Miró la pantalla y suspiró.
—¿Todo bien? —pregunté.
—Sí… es mi ex. Quiere que le pase plata para el nene. Hace meses que no lo veo…
Sentí una punzada en el pecho. No sabía qué decirle. El silencio volvió a instalarse entre nosotros, pero esta vez era diferente: era un silencio compartido, lleno de comprensión y resignación.
El colectivo dobló por Scalabrini Ortiz y miré por la ventana: las luces de los autos parecían estrellas caídas del cielo. Pensé en todas las veces que había soñado con escapar de mi vida, pero nunca tuve el coraje.
—¿Sabés qué es lo peor? —dije de repente— Que uno se acostumbra al dolor. Y después ya no sabe cómo sería vivir sin él.
Arcadio asintió despacio.
—Pero también uno se puede acostumbrar a otras cosas…
Lo miré intrigada.
—¿A qué cosas?
—A la esperanza —dijo él, mirándome fijo a los ojos—. A veces basta con encontrar a alguien que te escuche para empezar a creer que todo puede cambiar.
Sentí un nudo en la garganta. Quise decirle algo pero no pude. El colectivo frenó otra vez y supe que era mi parada.
Me levanté despacio, sintiendo el peso del cansancio pero también algo nuevo: una chispa de alivio, o tal vez de curiosidad por lo que podía pasar si me animaba a confiar otra vez.
—Gracias por el asiento… y por escucharme —le dije antes de bajar.
Él sonrió y me tocó suavemente el brazo.
—Nos vemos mañana… ¿no?
Asentí sin saber si era una promesa o solo una forma educada de despedirse.
Caminé hasta mi casa pensando en todo lo que había dicho y escuchado esa noche. Mi mamá dormía cuando llegué; la besé en la frente y me senté junto a su cama, mirando las fotos viejas donde todos sonreíamos como si nada malo pudiera pasarnos jamás.
Esa noche lloré en silencio, pero no solo por tristeza: también por alivio. Por primera vez en mucho tiempo sentí que no estaba sola del todo.
Al día siguiente volví a tomar el colectivo a la misma hora. Busqué a Arcadio entre los pasajeros, pero no lo vi. Me senté junto a la ventana y esperé…
¿Será posible encontrar esperanza en medio del caos cotidiano? ¿O solo nos aferramos a pequeños gestos para no hundirnos del todo? ¿Ustedes qué piensan?