El fin de semana que nunca fue mío
—¿Ya viste cómo está la cocina, Mariana? —La voz de mi suegra retumbó desde la entrada, antes siquiera de que pudiera colgarle el abrigo.
Era viernes por la tarde y yo acababa de llegar del trabajo, soñando con una ducha caliente y una película en el sillón. Pero ahí estaba ella, Lucía, con su bolsa de trapos y su mirada escrutadora, como si la casa fuera una extensión de su propio orgullo. Mi esposo, Andrés, me había advertido: “Mi mamá quiere venir a ayudarnos a limpiar este fin de semana. Dice que hace falta.” Yo había respondido con un suspiro resignado, sabiendo que en realidad no era una pregunta.
—Buenas tardes, Lucía —dije, forzando una sonrisa—. Sí, la cocina está un poco desordenada, pero pensaba arreglarla mañana.
Ella me miró con esa mezcla de lástima y juicio que solo las suegras mexicanas saben perfeccionar. —Ay, Mariana, es que tú trabajas mucho y no te das abasto. Por eso vine, para ayudarte. No te preocupes, yo me encargo.
No era ayuda. Era inspección. Y lo sabía.
Andrés apareció en la sala, fingiendo leer mensajes en el celular. —¿Les sirvo un café? —preguntó, sin levantar la vista.
—No hay tiempo para café —sentenció Lucía—. Primero hay que sacar todo lo del refrigerador y limpiar bien. Luego vemos.
Así empezó el fin de semana que nunca fue mío. Mientras sacaba tuppers olvidados y verduras marchitas, sentí cómo la rabia me subía por el pecho. ¿Por qué siempre tenía que ceder? ¿Por qué mi casa nunca era suficiente para ella?
El sábado amaneció con el sonido de la escoba golpeando las paredes. Lucía ya estaba despierta desde las seis, moviendo muebles y sacando cortinas. Yo intenté quedarme en la cama unos minutos más, pero los golpes y suspiros teatrales me obligaron a levantarme.
—Mariana, ¿puedes venir? Necesito que me ayudes con las ventanas —gritó desde el patio.
Me puse unos pants viejos y bajé. El olor a cloro me quemó la nariz. Lucía ya tenía las manos rojas de tanto tallar.
—¿Sabes? Cuando Andrés era niño, yo limpiaba así cada semana —dijo sin mirarme—. Por eso nunca se enfermaba. Una casa limpia es una casa feliz.
Quise decirle que la felicidad no se mide en polvo ni en manchas de grasa, pero me mordí la lengua. Andrés pasó detrás de nosotras rumbo al baño, evitando el contacto visual.
—¿Y tus papás? —preguntó Lucía de pronto—. Hace mucho que no los veo.
—Están bien —respondí—. Mi mamá está cuidando a mi abuela en Veracruz.
—Ah… —hizo una pausa significativa—. Es que a veces siento que no tienes mucho apoyo de tu familia. Por eso quiero ayudarte.
Sentí un nudo en la garganta. No era ayuda lo que necesitaba; era respeto a mi espacio, a mis tiempos, a mi manera de hacer las cosas.
A mediodía, mientras lavábamos los trastes juntas, Lucía bajó la voz:
—Mira, Mariana… Yo sé que a veces soy dura contigo. Pero Andrés es mi único hijo y quiero lo mejor para él. No quiero que le falte nada.
Me detuve un momento. El agua caliente corría sobre mis manos y sentí ganas de llorar.
—Lucía… Yo también quiero lo mejor para él. Pero esta es nuestra casa ahora. Yo hago lo que puedo.
Ella suspiró y me miró por primera vez sin juicio, solo cansancio.
—A veces extraño mucho a su papá —confesó—. Cuando murió, sentí que todo dependía de mí… Y ahora siento que si no hago algo, todo se desmorona.
Me quedé callada. Por primera vez vi a Lucía como algo más que una suegra entrometida: era una mujer sola, aferrada al control porque tenía miedo de perderlo todo otra vez.
El domingo por la tarde, cuando la casa brillaba y yo apenas podía mover los brazos del cansancio, Lucía se sentó conmigo en la sala.
—Gracias por dejarme ayudar —dijo suavemente—. Sé que a veces me paso…
Andrés entró con una charola de café y pan dulce. Nos miró a las dos y sonrió tímidamente.
—¿Todo bien?
Lucía asintió y yo también. Pero dentro de mí algo había cambiado. Entendí que poner límites no era falta de cariño; era necesario para sobrevivir sin perderme en las expectativas ajenas.
Esa noche, mientras Andrés dormía y yo veía las luces de la ciudad desde la ventana limpia, pensé en todo lo que callamos por miedo a herir o decepcionar. ¿Cuántas veces dejamos que otros decidan por nosotros solo para evitar un conflicto? ¿Cuándo aprenderemos a decir «no» sin sentirnos egoístas?
Quizá el próximo fin de semana sí sea mío… si me atrevo a reclamarlo.