El Fuego Que No Quise Apagar

—¿Por qué siempre tienes esa mirada de enojo, Julián? —me preguntó mi abuela mientras el trueno sacudía los vidrios de nuestra casa en el barrio Santo Domingo, en las lomas de Medellín.

No supe qué responderle. Tenía quince años y sentía que el mundo entero estaba en mi contra. Mi papá había desaparecido cuando yo tenía siete, mi mamá trabajaba día y noche limpiando casas ajenas, y yo… yo solo quería gritarle a la vida que me devolviera algo de lo que me había quitado.

Mi abuela, Doña Carmen, era la única que parecía entender ese fuego que me quemaba por dentro. Esa noche, mientras la lluvia golpeaba el techo de zinc, se sentó a mi lado y me contó una historia que nunca olvidé:

—Dentro de cada persona hay dos fuegos —dijo, mirándome con esos ojos cansados pero llenos de ternura—. Uno es de rabia, resentimiento y dolor. El otro es de amor, compasión y esperanza. Los dos luchan todo el tiempo. ¿Sabes cuál gana?

—¿Cuál? —pregunté, casi sin querer escuchar la respuesta.

—El que alimentas más.

Me quedé callado. No entendí del todo, pero esas palabras se quedaron rondando en mi cabeza como los ecos de los disparos que a veces escuchábamos en la noche.

Pasaron los años y la vida no se hizo más fácil. Mi hermano menor, Samuel, empezó a juntarse con los del combo del barrio. Yo trataba de mantenerme lejos, pero la tentación era grande: dinero fácil, respeto inmediato. Un día, Samuel llegó a casa con una cadena de oro y los ojos brillando de emoción.

—Julián, esto es para ti —me dijo, extendiéndome la cadena—. Ya no tenemos que pasar hambre.

La miré. Era hermosa, pero sentí un escalofrío. Sabía lo que significaba aceptar ese regalo: cruzar una línea de la que tal vez no podría regresar.

—No quiero eso —le dije, devolviéndole la cadena—. No quiero terminar como papá.

Samuel se enfureció.

—¡Tú siempre tan cobarde! ¡Por eso nadie te respeta!

Esa noche no dormí. El fuego de la rabia ardía fuerte: contra Samuel, contra mi mamá por nunca estar en casa, contra mi papá por habernos abandonado… y contra mí mismo por sentirme tan impotente.

Al día siguiente, Samuel no volvió a casa. Mi mamá lloró toda la noche y mi abuela rezó hasta quedarse dormida en su silla. Yo salí a buscarlo por las calles mojadas, preguntando a todos los vecinos. Nadie sabía nada o nadie quería hablar.

Pasaron tres días hasta que lo encontré en una esquina, rodeado de muchachos armados y con la mirada perdida.

—Samuel, vámonos —le supliqué—. Mamá está destrozada.

Él me miró con desprecio.

—Ya no tengo familia —me dijo—. Aquí sí me cuidan.

Sentí cómo el fuego de la rabia amenazaba con consumirlo todo. Quise gritarle, golpearlo, arrastrarlo a casa si era necesario. Pero recordé las palabras de mi abuela: “El fuego que alimentas más es el que gana”.

Me fui caminando bajo la lluvia, con el corazón hecho trizas. Esa noche no hablé con nadie. Solo escuché el retumbar de mi propio odio y dolor.

Los días se hicieron semanas. Samuel se hundió más en ese mundo y yo me volví más frío. Empecé a faltar al colegio, a pelearme con todos. Mi mamá ya no tenía fuerzas para regañarme; solo lloraba en silencio mientras lavaba ropa ajena hasta dejarse las manos en carne viva.

Una tarde, mientras caminaba por el barrio, vi a Samuel corriendo desesperado. Detrás de él venían dos hombres armados. Sin pensarlo, corrí hacia él y lo empujé detrás de un muro.

—¡Vete! —le grité—. ¡Corre a casa!

Los hombres me alcanzaron primero. Uno me apuntó con una pistola.

—¿Dónde está tu hermano?

No respondí. Sentí el frío del cañón en mi frente y el fuego de la rabia ardiendo en mis entrañas. Pero también sentí algo más: miedo… y amor por Samuel.

—No sé —mentí.

Me golpearon y me dejaron tirado en la acera. Cuando desperté, estaba en casa de mi abuela. Ella me curó las heridas en silencio.

—¿Valió la pena? —me preguntó suavemente.

No supe qué decirle. Solo lloré como un niño pequeño.

Esa noche, mientras mi abuela me abrazaba, entendí finalmente su lección: si seguía alimentando el fuego del odio y el resentimiento, terminaría igual o peor que Samuel… o que mi papá.

Decidí cambiar. Volví al colegio, busqué ayuda en un grupo juvenil del barrio y empecé a trabajar vendiendo arepas con mi abuela los fines de semana. Poco a poco recuperé algo de paz… pero Samuel nunca volvió a casa.

A veces lo veo desde lejos, perdido entre sombras y promesas rotas. Siento culpa por no haber hecho más… o por haber hecho demasiado tarde lo poco que pude.

Hoy tengo veinticinco años y sigo luchando con esos dos fuegos dentro de mí. No es fácil elegir cada día alimentar el fuego del amor cuando todo alrededor parece querer encender el otro.

Pero cada vez que dudo, recuerdo las palabras de mi abuela:

“El fuego que alimentas más es el que gana”.

Y me pregunto: ¿cuántos de nosotros estamos dejando que el fuego equivocado consuma nuestras vidas sin darnos cuenta? ¿Y tú… cuál fuego estás alimentando hoy?