El huésped a la fuerza: Un fin de semana con los suegros

—¡Ya llegaron! —gritó Mariana desde la cocina, mientras yo apenas terminaba de secar mis manos, el corazón apretado como si supiera lo que se avecinaba.

No había terminado de abrir la puerta cuando la voz de mi suegra, doña Rosa, retumbó en el pasillo:

—¡Ay, hijo! ¿Por qué no limpiaste bien la entrada? Mira esas hojas, parecen alfombra de otoño.

Tragué saliva. El fin de semana apenas comenzaba y ya sentía el peso de las expectativas sobre mis hombros. Mi suegro, don Ernesto, entró detrás con su maletín de herramientas, como si cada visita fuera una inspección a la casa y a mi hombría.

—¿Y el grifo del baño? ¿Sigue goteando? —preguntó sin saludar.

Mariana me miró con esa mezcla de disculpa y resignación que ya era costumbre. Sabía que para ella tampoco era fácil, pero en su familia las visitas eran sagradas, y yo era el anfitrión a la fuerza.

Mientras doña Rosa se instalaba en la cocina, criticando el orden de los trastes y sugiriendo recetas “más sabrosas”, don Ernesto me arrastró al patio. El sol caía fuerte sobre el concreto y yo solo pensaba en la siesta que no tendría.

—Mira, hijo, hay que podar ese árbol. Si no lo haces ahora, después te va a costar el doble —dijo, entregándome unas tijeras oxidadas.

Asentí en silencio. No era cuestión de discutir; cada sugerencia era una orden disfrazada. Mientras cortaba ramas bajo su supervisión, recordé cuando Mariana y yo soñábamos con tener nuestra propia casa, un espacio de paz. Ahora parecía más bien una sucursal de la casa de sus padres.

La tarde avanzó entre tareas: arreglar la lámpara del comedor, mover muebles “para que fluya la energía”, limpiar el garaje. Mariana intentaba mediar, pero su voz se perdía entre las instrucciones de su madre y los comentarios sarcásticos de su padre.

—¿No te enseñaron a usar el taladro? —se burló don Ernesto cuando me vio batallar con un tornillo rebelde.

Sentí la rabia subir por mi pecho, pero me tragué las palabras. No quería problemas con Mariana. Ella me miró desde la puerta, sus ojos pidiendo paciencia.

La noche llegó y con ella la cena. Doña Rosa criticó el sazón del arroz y sugirió que la próxima vez lo hiciera “como en Veracruz”. Don Ernesto se sirvió dos veces y luego preguntó si tenía cerveza fría. Yo solo quería desaparecer.

Después de cenar, mientras todos veían la telenovela en la sala, me refugié en el baño. Cerré la puerta y me miré al espejo. ¿En qué momento mi vida se volvió esto? ¿Cuándo dejé de ser dueño de mi tiempo?

El domingo amaneció igual: doña Rosa ya estaba en la cocina antes de que saliera el sol, preparando tamales “porque aquí nadie sabe hacerlos bien”. Don Ernesto me esperaba en el patio con una lista mental de cosas por arreglar.

—Mira, hijo, hay que revisar el boiler. No vaya a ser que explote —dijo con tono dramático.

Mientras revisaba el aparato, escuché a Mariana discutir con su madre en voz baja:

—Mamá, no tienes que decirle todo lo que tiene que hacer…
—Ay, hija, es por su bien. Si no lo empujas, nunca va a aprender.

Sentí un nudo en la garganta. No era solo cuestión de tareas; era sentirme constantemente evaluado, insuficiente. Cada fin de semana era una prueba que nunca aprobaba del todo.

Al mediodía, doña Rosa anunció que haría limpieza profunda en nuestro cuarto “porque seguro hay polvo bajo la cama”. Mariana intentó detenerla, pero fue inútil. Yo solo quería gritar.

—¿Por qué no descansan un rato? —sugerí con voz temblorosa.
—Descansar es para flojos —sentenció don Ernesto.

La tensión crecía como una tormenta contenida. Mariana y yo apenas cruzábamos palabras; ambos sabíamos que discutir solo empeoraría las cosas.

Por la tarde, mientras los suegros dormían una siesta en nuestra sala (después de negarse a descansar), Mariana se sentó junto a mí en el patio.

—Perdón —susurró—. Sé que esto es difícil…
—No es tu culpa —respondí—. Pero siento que ya no vivo aquí; solo sobrevivo los fines de semana.

Ella tomó mi mano. Por un momento compartimos el silencio, ese pequeño respiro antes del siguiente asalto.

Cuando por fin se fueron al anochecer del domingo, sentí un alivio mezclado con culpa. Mariana lloró en silencio mientras lavaba los platos; yo recogí las herramientas de don Ernesto como quien entierra una esperanza.

Esa noche no dormí bien. Pensé en mi padre, en cómo siempre decía que uno debe poner límites para ser feliz. Pero aquí, en este rincón de México donde la familia lo es todo, ¿cómo decir basta sin romper lo más sagrado?

¿Hasta cuándo uno debe sacrificar su paz por cumplir expectativas ajenas? ¿Cuántos fines de semana más aguanta un corazón antes de perderse por completo?

¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez que su casa deja de ser suya cuando llegan los suegros?