El número olvidado: ecos de un amor en el tiempo
—¿Hola? —La voz al otro lado de la línea era inconfundible, aunque los años la hubieran cubierto de una capa de cansancio y distancia.
Por un segundo, no supe si era yo la que soñaba o si Julián me estaba gastando una broma. Habían pasado más de treinta años desde la última vez que escuché su voz. El teléfono temblaba entre mis manos sudorosas, y el eco de mi propio silencio me apretaba el pecho.
—¿Mariela? —repitió, esta vez con un temblor apenas perceptible—. Justo estaba pensando en ti.
No pude evitar soltar una risa nerviosa, casi incrédula. ¿Cómo podía ser posible? ¿Qué clase de truco del destino era este? Había encontrado su número en un viejo calendario escolar, entre apuntes desvaídos y promesas escritas con tinta azul. Lo marqué sin esperanza, sólo por nostalgia, como quien abre una caja de recuerdos para comprobar que aún existen.
—No sé ni por qué llamé —admití, sintiendo cómo la voz se me quebraba—. Supongo que quería saber si todavía estabas ahí.
Un silencio denso se coló entre nosotros. Por la ventana de mi apartamento en Buenos Aires, la tarde caía sobre los techos de chapa y el bullicio del barrio de Flores se filtraba como un murmullo lejano. Pensé en todo lo que había cambiado: mis hijos ya grandes, mi matrimonio con Ricardo convertido en una rutina silenciosa, mi madre enferma en Corrientes esperando mis llamadas semanales.
—Siempre estuve aquí —dijo Julián al fin—. Aunque no lo creas, nunca dejé de pensar en vos.
Las palabras me golpearon con la fuerza de un recuerdo reprimido. Volví a tener diecinueve años, a sentir el vértigo de los primeros besos robados en la plaza San Martín, las cartas escondidas bajo el colchón, las promesas susurradas bajo la lluvia del verano chaqueño. Pero también recordé el día en que todo terminó: la pelea absurda por celos, mi decisión de mudarme a la capital para estudiar Derecho, su orgullo herido y mi terquedad.
—¿Y vos? —preguntó él—. ¿Sos feliz?
La pregunta me desarmó. ¿Feliz? ¿Qué significa eso después de tantos años? Miré alrededor: las fotos familiares en la repisa, el mate frío sobre la mesa, el reloj marcando una hora cualquiera. Recordé las noches en vela cuidando a mis hijos con fiebre, las discusiones con Ricardo por dinero, las veces que sentí que la vida se me escapaba entre los dedos.
—No sé —respondí con honestidad—. A veces sí, a veces no. La vida es rara, Julián.
Él rió suavemente. Su risa era igual a la de antes, pero más grave, como si cada carcajada llevara el peso de los años.
—¿Te acordás cuando decíamos que íbamos a recorrer toda América Latina juntos? —preguntó—. Que íbamos a llegar hasta Machu Picchu a dedo y después cruzar a México…
—Y terminamos peleando por una tontería —interrumpí, sintiendo una punzada de vergüenza y tristeza.
—Éramos chicos —dijo él—. Pero yo nunca te olvidé.
Sentí que algo dentro mío se rompía y se recomponía al mismo tiempo. ¿Por qué ahora? ¿Por qué después de tanto tiempo?
—¿Vos tenés hijos? —pregunté para cambiar de tema.
—Sí —respondió—. Dos varones. Uno ya se fue a España a buscar trabajo; el otro está terminando la secundaria. Me separé hace cinco años.
La noticia me sorprendió y no supe si sentir alivio o tristeza. Pensé en Ricardo, en nuestra convivencia silenciosa, en las veces que imaginé cómo habría sido mi vida si no hubiera dejado a Julián.
—¿Y vos? —insistió él.
—Dos también —dije—. Una nena y un varón. Ya están grandes. Ricardo y yo… seguimos juntos, pero cada uno en lo suyo.
El silencio volvió a instalarse entre nosotros, pero esta vez era distinto: no era incómodo, sino lleno de posibilidades no dichas.
—¿Te gustaría verme? —preguntó Julián de pronto.
Mi corazón dio un vuelco. Miré mis manos arrugadas, los anillos gastados, las cicatrices invisibles del tiempo.
—No lo sé —susurré—. Tengo miedo.
—¿De qué?
—De darme cuenta que todavía te quiero —confesé sin pensar.
Él no respondió enseguida. Escuché su respiración al otro lado del teléfono, como si buscara las palabras justas para no herirme ni asustarme más.
—A veces pienso que la vida nos da una segunda oportunidad —dijo finalmente—. No para repetir lo mismo, sino para entender lo que realmente importa.
Me quedé mirando por la ventana mientras el sol desaparecía detrás de los edificios grises. Pensé en mi madre, en mis hijos, en Ricardo leyendo el diario en el sillón sin mirarme siquiera. Pensé en Julián y en todo lo que pudo haber sido y no fue.
—¿Y si nos vemos? —insistió él—. Sólo para charlar. Como amigos.
La palabra «amigos» sonó extraña, casi absurda después de todo lo vivido. Pero también sentí una chispa de esperanza encenderse dentro mío.
—Está bien —dije al fin—. Pero prométeme que no vamos a hablar del pasado todo el tiempo.
Él rió otra vez.
—Te lo prometo. Hablemos del presente… y quizás del futuro.
Colgué el teléfono con el corazón latiendo como hacía años no latía. Me miré al espejo y vi a una mujer distinta: más vieja, sí; pero también más valiente por atreverse a mirar atrás sin miedo y abrirse a lo inesperado.
Esa noche no pude dormir pensando en todo lo que había dejado guardado en esa caja llamada «juventud» y que ahora volvía a abrirse sola, trayendo consigo preguntas sin respuesta:
¿Será posible volver a empezar después de tanto tiempo? ¿O hay heridas que nunca terminan de cerrar?
¿Qué harían ustedes si el pasado tocara su puerta justo cuando menos lo esperan?