El peso de los secretos: Diario de un hombre en la Ciudad de México

—¡Renata! ¿Por qué llegas tan tarde otra vez? —mi voz retumbó en el pasillo, mezclándose con el eco de los cláxones que subía desde la avenida Insurgentes. Eran casi las nueve y la cena se enfriaba sobre la mesa. Mi esposa, Mariana, me miró de reojo, cansada, con esa resignación que sólo tienen las madres que han aprendido a callar para evitar discusiones.

Renata dejó caer la mochila junto a la puerta. Tenía diecisiete años y una mirada que a veces me recordaba a mi madre: dura, desafiante. —Estaba en la biblioteca, papá. Tengo examen de historia mañana —respondió sin mirarme, como si cada palabra fuera una piedra lanzada al vacío.

No le creí. No porque pensara que mentía sobre el examen, sino porque conocía ese tono. El mismo que usaba yo cuando era joven y quería esconderle algo a mi padre. Pero no dije nada más. Me senté a cenar en silencio, escuchando el ruido lejano de la televisión y el golpeteo de la lluvia contra las ventanas del departamento.

Renata siempre fue independiente. Desde niña aprendió a calentar su comida, a hacer la tarea sola, a esperar que Mariana y yo regresáramos del trabajo. En esta ciudad nadie tiene tiempo para nada, y menos para los hijos. Pero yo siempre pensé que le estábamos enseñando a ser fuerte, a no depender de nadie.

Esa noche, mientras lavaba los platos, escuché a Renata hablar por teléfono en voz baja. —No puedo salir hoy… sí, ya sé… pero mi papá está raro…

Sentí un nudo en el estómago. ¿En qué momento mi hija empezó a tener una vida secreta? ¿Cuándo dejó de contarme sus cosas?

Al día siguiente, al salir del trabajo, decidí pasar por su escuela. El tráfico era un infierno y llegué justo cuando los estudiantes salían en tropel. Vi a Renata hablando con un muchacho alto, moreno, con una mochila desgastada y una sonrisa nerviosa. No reconocí su rostro, pero sí la forma en que Renata lo miraba: con esa mezcla de miedo y emoción que sólo se tiene a los diecisiete años.

Me escondí detrás de un puesto de tamales y los observé. El muchacho le tomó la mano y Renata no se soltó. Sentí una punzada de celos, de miedo, de nostalgia por el tiempo perdido.

Esa noche no dije nada. Mariana me preguntó qué me pasaba y sólo pude encogerme de hombros. —Nada, cosas del trabajo —mentí.

Pero los días siguientes empecé a notar cambios en Renata: llegaba más tarde, se encerraba en su cuarto, evitaba nuestras miradas. Un domingo, mientras desayunábamos chilaquiles en silencio, Mariana rompió el hielo:

—¿No crees que deberíamos hablar con ella?

—¿Sobre qué?

—Sobre todo. Sobre lo que está pasando…

—No quiero presionarla —dije—. Ya sabes cómo es.

Mariana suspiró. —A veces siento que la estamos perdiendo.

No respondí. Porque yo también lo sentía.

Una tarde, Renata llegó llorando. Se encerró en el baño y no quiso salir durante horas. Mariana intentó hablar con ella, pero sólo consiguió que gritara: —¡Déjenme en paz!

Esa noche, después de que se durmió, Mariana me confesó lo que sospechaba:

—Creo que está embarazada.

Sentí que el mundo se me venía encima. Recordé mi propia juventud en Iztapalapa, los sueños rotos de mis amigos, las promesas incumplidas. ¿Cómo podía haber pasado esto? ¿En qué fallamos?

Al día siguiente intenté hablar con Renata. Me senté en su cama y le tomé la mano.

—Hija… si necesitas decirnos algo, aquí estamos.

Ella me miró con los ojos llenos de lágrimas.

—No sé qué hacer, papá…

La abracé como no lo hacía desde que era niña. Sentí su cuerpo temblar contra el mío y supe que nada volvería a ser igual.

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones: visitas al médico, discusiones interminables entre Mariana y yo sobre qué hacer, llamadas al muchacho —que resultó llamarse Emiliano— y a sus padres. La familia de Emiliano era aún más humilde que la nuestra; su madre vendía quesadillas en un mercado y su padre trabajaba como chofer de microbús.

Las dos familias nos reunimos en nuestra sala una tarde lluviosa. Nadie sabía qué decir. Emiliano apenas levantaba la mirada; Renata no soltaba mi mano.

—¿Y ahora qué? —preguntó la madre de Emiliano—. ¿Van a dejar que los chamacos arruinen su vida?

Sentí rabia e impotencia. Quise gritarle que nadie arruina nada por amar demasiado pronto, pero me contuve.

Mariana habló primero:

—Lo importante es apoyarlos. No podemos obligarlos a nada… pero tampoco podemos hacer como si nada pasara.

Hubo silencio. Luego Emiliano habló por primera vez:

—Yo quiero estar con Renata… pero también quiero estudiar…

Lo miré a los ojos y vi en él al joven que fui alguna vez: lleno de miedo y sueños imposibles.

Las semanas pasaron entre consultas médicas, juntas escolares y peleas familiares. Renata decidió tener al bebé y terminar la prepa como pudiera. Emiliano consiguió trabajo en una tienda para ayudar con los gastos.

La noticia corrió rápido entre los vecinos del edificio: «La hija del contador salió embarazada». Las miradas cambiaron; las amigas de Mariana dejaron de visitarla; algunos compañeros de Renata dejaron de hablarle.

Una noche, mientras cenábamos frijoles con arroz —la economía ya no daba para más— Renata me miró fijamente:

—¿Me odias?

Sentí un nudo en la garganta.

—Nunca podría odiarte, hija… Sólo tengo miedo por ti.

Ella sonrió débilmente.

—Yo también tengo miedo… pero quiero intentarlo.

El embarazo avanzó entre altibajos: visitas al hospital público saturado, noches sin dormir por el llanto o las náuseas, peleas por dinero y por el futuro incierto. Pero también hubo momentos de ternura: cuando sentí por primera vez al bebé moverse bajo la mano de Renata; cuando Emiliano trajo flores robadas del camellón para animarla; cuando Mariana tejió una cobija azul para su nieto.

El día del parto fue caótico: tráfico imposible, médicos indiferentes, gritos y lágrimas. Pero cuando vi a mi nieto por primera vez —pequeño, frágil, con los ojos cerrados— sentí que todo valía la pena.

Hoy escribo esto mientras escucho el llanto del bebé desde el cuarto contiguo. Renata duerme agotada; Emiliano estudia para su examen de ingreso a la universidad; Mariana prepara café en la cocina.

A veces pienso en todo lo que perdimos… pero también en lo que ganamos: una familia distinta, rota pero unida por el amor y el dolor compartido.

Me pregunto si algún día podré perdonarme por no haber estado más presente; si algún padre puede hacerlo realmente. ¿Cuántos secretos caben entre un padre y una hija antes de romperse para siempre? ¿Y ustedes? ¿Qué harían si estuvieran en mi lugar?