El peso de los silencios: La historia de Bárbara

—¿Por qué no contestas, Bárbara? —me pregunté en voz baja, mientras el teléfono vibraba por tercera vez sobre la mesa de la cocina. El vapor del planchado me nublaba la vista y el sudor me corría por la espalda, pegando la blusa a mi piel. Afuera, la noche caía sobre el barrio de San Miguel, pero el calor no daba tregua ni siquiera en junio.

Dejé el hierro sobre la tabla y, con manos temblorosas, levanté el auricular.

—¿Bueno? —dije, intentando que mi voz no delatara el cansancio ni la ansiedad.

—Mamá… soy yo, Camila —la voz de mi hija sonó entrecortada, como si hubiera estado llorando.

Sentí un nudo en el estómago. Camila nunca llamaba a esa hora, y menos con ese tono. Miré el reloj: 10:17 p.m. Mi esposo, Ernesto, aún no llegaba del turno en la fábrica y la casa estaba sumida en ese silencio espeso que sólo conocen las mujeres que esperan.

—¿Qué pasa, hija? ¿Estás bien? —pregunté, apretando el auricular contra mi oído.

—Mamá… necesito hablar contigo. ¿Puedo ir a casa?

No lo dudé. —Claro, mi amor. Ven cuando quieras.

Colgué y me quedé mirando la pared desconchada frente a mí. El calor del hierro seguía impregnando el aire, pero ahora era otro tipo de calor el que me quemaba por dentro: el de la preocupación. Camila se había ido hace dos años a vivir con su novio, Julián, a un departamento pequeño en el centro de la ciudad. Desde entonces, nuestras conversaciones eran breves y distantes, como si cada palabra costara demasiado.

A los veinte minutos escuché el timbre. Abrí la puerta y ahí estaba ella: ojerosa, despeinada, con los ojos rojos y una mochila colgando del hombro. Sin decir palabra, se lanzó a mis brazos y rompió en llanto.

—Shhh… tranquila, hija —le susurré acariciándole el cabello—. Ya estás en casa.

La llevé a la cocina y le serví un vaso de agua fría. Se sentó frente a mí, mirando fijamente sus manos.

—¿Qué pasó con Julián? —pregunté suavemente.

Ella negó con la cabeza y apretó los labios.

—No quiero hablar de él… todavía no —dijo finalmente—. Sólo quiero quedarme aquí unos días.

Asentí sin preguntar más. Sabía que forzarla sólo haría que se cerrara aún más. Pero por dentro hervía de rabia e impotencia. ¿Qué le había hecho ese muchacho? ¿Por qué mi hija tenía que regresar así, derrotada?

Esa noche no dormí. Me quedé sentada en la sala, escuchando su respiración entrecortada desde el cuarto donde dormía de niña. Recordé cuando era pequeña y venía corriendo a mi cama después de una pesadilla. Ahora era una mujer hecha y derecha, pero seguía siendo mi niña.

A la mañana siguiente, Ernesto llegó antes del amanecer. Lo vi entrar con su uniforme azul manchado de grasa y la cara cansada. Le conté lo sucedido en voz baja para no despertar a Camila.

—¿Otra vez problemas con ese Julián? —gruñó Ernesto—. Te dije que ese muchacho no le convenía.

—No empieces —le pedí—. Ahora lo importante es que Camila está aquí.

Ernesto bufó y se fue al baño sin decir más. Siempre fue así: duro por fuera, pero por dentro tan frágil como un vaso de cristal.

Durante los días siguientes, Camila apenas salía de su cuarto. Yo le llevaba comida y trataba de hacerla reír con historias del barrio o chismes de las vecinas: que doña Rosa había perdido otra vez al gato, que los gemelos de los Ramírez se habían peleado en la escuela… Pero ella sólo sonreía débilmente y volvía a mirar por la ventana.

Una tarde, mientras planchaba otra vez (parece que mi vida gira alrededor de esa tabla), escuché su voz detrás de mí:

—Mamá… ¿puedo preguntarte algo?

Me giré y vi que tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Claro, hija. Lo que quieras.

—¿Por qué te quedaste con papá? —me soltó de golpe—. ¿Nunca pensaste en irte?

Sentí como si me hubieran dado una bofetada. Bajé el hierro y lo apoyé con cuidado para no quemar la tela.

—No es tan fácil como parece —respondí después de un largo silencio—. Cuando uno tiene hijos… cuando uno no tiene a dónde ir…

Camila bajó la mirada.

—Julián me gritó… me empujó —confesó al fin—. No fue la primera vez.

Sentí una mezcla de rabia y tristeza tan grande que tuve que sentarme para no caerme.

—¿Te pegó? —pregunté con voz temblorosa.

Ella negó con la cabeza.—No… pero sentí miedo, mamá. Mucho miedo.

Me acerqué y la abracé fuerte. Por primera vez en años sentí que podía perderla para siempre si no hacía algo.

Esa noche hablamos hasta tarde. Le conté cosas que nunca antes había dicho: cómo una vez pensé en irme de casa cuando Ernesto perdió el trabajo y se volvió irritable; cómo lloraba en silencio para no preocuparla; cómo aprendí a callar para evitar peleas inútiles.

—Pero nunca debiste aguantar tanto —me dijo Camila entre sollozos—. Yo tampoco quiero eso para mí.

La miré a los ojos y vi reflejado mi propio dolor en su mirada joven.

Los días pasaron y poco a poco Camila fue recuperando fuerzas. Empezó a ayudarme en la casa, a salir al mercado conmigo, a reírse otra vez con las historias del barrio. Pero algo había cambiado entre nosotras: ahora hablábamos sin miedo, sin secretos.

Una tarde llegó Julián a buscarla. Golpeó la puerta con insistencia hasta que Ernesto salió a enfrentarlo.

—Aquí no tienes nada que buscar —le dijo mi esposo con voz firme—. Si quieres hablar con Camila, será cuando ella quiera y donde ella quiera.

Julián se fue furioso, gritando amenazas que retumbaron en todo el pasillo del edificio. Pero Camila no se inmutó; sólo me tomó de la mano y me sonrió con tristeza.

Esa noche cenamos juntas en silencio. Afuera llovía fuerte y el sonido del agua golpeando las chapas del techo era casi hipnotizante.

—¿Crees que algún día podré confiar en alguien otra vez? —me preguntó Camila mientras recogíamos los platos.

Le respondí lo único que podía decirle:

—El dolor no se va nunca del todo… pero uno aprende a vivir con él y a ser más fuerte.

Ahora, mientras escribo esto sentada junto a la ventana abierta, siento que he recuperado algo que creía perdido: la confianza entre madre e hija. Y aunque sé que los problemas nunca desaparecen del todo, también sé que juntas podemos enfrentarlos.

Me pregunto… ¿cuántas mujeres más callan por miedo o vergüenza? ¿Cuántas veces nos negamos a ver lo que está frente a nuestros ojos por no querer romper con lo conocido? ¿Y ustedes… qué harían si estuvieran en mi lugar?