El precio de la confianza: Cuando el agua se vuelve sospechosa

—¿Ya viste, mamá? ¡Otra vez el agua sale marrón! —gritó mi hermana Lucía desde el baño, con esa mezcla de rabia y resignación que se nos había vuelto costumbre. Yo estaba en la cocina, intentando raspar los restos de arroz pegados en la olla, cuando escuché el portazo. Mi madre, doña Teresa, suspiró fuerte y me miró con esos ojos que decían más que cualquier palabra: «Haz algo, hijo».

No era la primera vez que el agua llegaba sucia a nuestro departamento en la Unidad Habitacional Tlatelolco. Pero esta vez era diferente. Desde hacía semanas, los rumores corrían como pólvora: que si el gobierno había desviado fondos para arreglar las tuberías, que si los camiones cisterna estaban vendiendo agua robada, que si los filtros comunitarios eran solo un pretexto para que alguien se llenara los bolsillos. En el WhatsApp del edificio, los vecinos se peleaban a diario. Nadie confiaba en nadie.

Esa noche, mientras cenábamos frijoles recalentados y tortillas duras, mi papá —don Ernesto— soltó la bomba:

—Mañana van a instalar un filtro nuevo en la entrada del edificio. Dicen que necesitan a alguien que lo cuide y controle quién puede llenar sus garrafones.

Lucía rodó los ojos. —¿Y quién va a querer ese trabajo? Si aquí todos se odian.

Mi madre me miró otra vez. Yo tenía 27 años y llevaba meses sin trabajo fijo. Había estudiado ingeniería ambiental, pero aquí, en la ciudad, eso solo servía para que te llamaran «el ecologista» y te pidieran consejos gratis sobre cómo ahorrar agua.

—Tú deberías hacerlo, hijo —dijo mi madre—. Al menos así te distraes y ayudas al barrio.

No quería hacerlo. Sabía lo que significaba: ser el blanco de las quejas, las sospechas y los chismes. Pero también sabía que si no lo hacía yo, lo haría alguien peor. Así que acepté.

Al día siguiente, a las siete de la mañana, ya estaba parado junto al filtro azul brillante, con una libreta en mano y una lista de vecinos autorizados para llenar sus garrafones. El primer día fue un desfile de caras largas y miradas desconfiadas.

—¿Y tú quién eres para decirme cuánta agua puedo llevar? —me reclamó don Rogelio, el del 3B, un hombre grande y de voz ronca.

—Solo sigo las reglas del comité —respondí, intentando sonar firme.

—¡Bah! Seguro te están pagando por esto —escupió antes de irse.

Las horas pasaban lentas. Algunos vecinos me saludaban con cortesía forzada; otros ni siquiera me miraban. Pero lo peor eran los rumores. Una tarde escuché a doña Carmen susurrando con su hija:

—Dicen que ese muchacho se está quedando con parte del agua para venderla afuera…

Me ardieron las mejillas. ¿Cómo podían pensar eso de mí? Yo solo quería ayudar. Pero en este barrio, la desconfianza era más fuerte que cualquier filtro.

Una noche, mientras cerraba el candado del filtro, vi a un grupo de jóvenes merodeando cerca. Reconocí a uno: era Toño, un chavo del edificio vecino con fama de meterse en problemas.

—Oye, compa —me dijo—, ¿cuánto por dejarme llenar estos garrafones extra?

Me quedé helado. Sabía que si aceptaba, me convertía en parte del problema. Si lo rechazaba, podía buscar venganza. Sentí el peso del barrio sobre mis hombros.

—No puedo —le dije—. Hay reglas.

Toño me miró con desprecio y se fue murmurando insultos. Esa noche no dormí bien. Soñé que el filtro explotaba y todos me culpaban a mí.

Los días siguientes fueron peores. Alguien rayó mi puerta con pintura roja: «RATA». Mi madre lloró al verlo; mi padre me pidió que renunciara.

—No vale la pena arriesgarse por gente así —me dijo—. Aquí nadie agradece nada.

Pero yo no podía rendirme. Había visto a doña Lupita, la viejita del 5A, llorar porque no tenía agua limpia para su nieta enferma. Había visto a niños cargar cubetas pesadas bajo el sol. No podía abandonarlos.

Un domingo por la tarde, durante una asamblea improvisada en el patio, explotó el conflicto. Don Rogelio me acusó públicamente:

—¡Ese muchacho está robando agua! ¡Por eso nunca alcanza!

Sentí cómo todos los ojos se clavaban en mí. Mi voz tembló cuando intenté defenderme:

—Yo solo sigo las reglas… Si no confían en mí, pueden buscar a otra persona.

Pero entonces habló doña Lupita:

—Yo sí confío en él. Es el único que me ayuda a cargar mis garrafones sin pedirme nada a cambio.

Poco a poco, otros vecinos empezaron a hablar: unos a favor, otros en contra. La discusión subió de tono hasta que Lucía intervino:

—¿Por qué mejor no nos organizamos entre todos? Que cada quien cuide el filtro un día y así nadie sospecha de nadie.

La idea prendió como chispa en pasto seco. Al final votamos y así quedó: cada vecino tendría su turno como guardián del filtro.

Esa noche sentí alivio y tristeza al mismo tiempo. Había perdido la confianza de algunos, pero había ganado el respeto de otros. Aprendí que en este país desconfiar es casi un instinto de supervivencia; pero también vi que cuando nos atrevemos a confiar —aunque sea un poco— algo cambia.

Hoy sigo viviendo aquí. El agua sigue llegando sucia a veces; los problemas no se han ido. Pero ahora nos miramos diferente cuando pasamos junto al filtro azul.

A veces me pregunto: ¿cuánto cuesta realmente la confianza? ¿Vale la pena arriesgarse por ella? ¿O estamos condenados a vivir siempre con miedo al otro?