El Precio de la Dignidad: Una Lección en el Supermercado
—¿Señora, puede apurarse? Hay gente esperando —me espetó la joven cajera, sin mirarme siquiera, mientras yo buscaba las monedas exactas en mi monedero gastado. Sentí cómo las miradas de los otros clientes me atravesaban como cuchillos. El sudor frío me recorría la espalda. Me llamo Laura, tengo 67 años, y nunca pensé que un simple día de compras en el supermercado del barrio pudiera convertirse en una herida tan profunda en mi orgullo.
—Disculpa, hija, es que no veo bien los números —intenté justificarme, pero su expresión no cambió. Solo suspiró con fastidio y giró los ojos hacia la siguiente persona de la fila. Sentí que me encogía, como si me volviera invisible. Salí del local con la cabeza gacha, las bolsas pesando más por la vergüenza que por los víveres.
Esa noche no pude dormir. La escena se repetía una y otra vez en mi cabeza. ¿Desde cuándo los jóvenes nos ven como estorbo? ¿Acaso olvidaron que también fuimos jóvenes y rápidos alguna vez? Mi nieta Camila, que vive conmigo desde que su madre emigró a España, me encontró llorando en la cocina.
—Abuela, ¿qué te pasa? —me preguntó, abrazándome con fuerza.
—Nada, mi niña. Solo cosas de viejos —mentí, pero ella no se dejó engañar.
—¿Fue por lo de hoy en el súper? Yo vi cómo te trató esa chica. No dejes que te afecte, abuela. Hay gente mala en todos lados.
Pero no podía dejarlo pasar. Algo dentro de mí ardía: una mezcla de rabia y tristeza. Decidí que tenía que hacer algo. No podía permitir que esa muchacha siguiera humillando a otros como yo. Así nació mi plan: iría al supermercado cada día, buscaría el momento justo para devolverle la humillación. Tal vez dejaría caer a propósito una botella para que tuviera que limpiar, o le haría perder tiempo con preguntas absurdas. Quería que sintiera lo mismo que yo sentí.
Al día siguiente, me vestí con mi mejor blusa y fui temprano al supermercado. La vi desde lejos: cabello teñido de rojo, uñas largas pintadas de azul eléctrico, auriculares colgando del cuello. Me acerqué a su caja con paso firme.
—Buenos días —dije con voz clara.
Ella apenas levantó la vista.
—¿Otra vez usted? —murmuró.
Sentí el impulso de gritarle algo hiriente, pero en ese instante noté algo extraño: sus ojos estaban hinchados, como si hubiera llorado toda la noche. Dudé un segundo, pero seguí con mi plan.
—¿Podrías explicarme cómo funciona esta promoción? —le pregunté, señalando un cartel confuso.
Ella suspiró y empezó a explicarme con voz monótona. Yo fingía no entender nada, haciendo más preguntas y demorando la fila. Algunos clientes empezaron a impacientarse.
—¡Apúrese señora! —gritó un hombre detrás de mí.
Por un momento sentí satisfacción… hasta que vi cómo la cajera apretaba los labios para no llorar. Algo dentro de mí se quebró. ¿Qué estaba haciendo? ¿En qué me estaba convirtiendo?
Al salir del supermercado, me encontré con Doña Marta, mi vecina.
—Laura, ¿qué te pasa? Te vi discutiendo con la cajera —me dijo preocupada.
Le conté todo: la humillación del día anterior, mi plan de venganza y cómo me sentía ahora.
—Ay Laura… uno nunca sabe por lo que está pasando el otro. Esa muchacha vive sola con su hermanito desde que su mamá se fue a buscar trabajo a Chile. Dicen que apenas les alcanza para comer —me contó Marta.
Sentí una punzada de culpa tan fuerte que tuve que sentarme en la acera. ¿Y si yo había sido solo una víctima más de su propio dolor?
Esa noche hablé con Camila sobre lo ocurrido.
—Abuela, todos tenemos días malos. Pero si tú eres diferente, demuéstralo —me dijo con esa sabiduría inesperada que tienen los niños.
Al día siguiente volví al supermercado, pero esta vez sin planes de venganza. Esperé a que terminara su turno y la seguí hasta la parada del colectivo.
—Disculpa… ¿puedo hablar contigo un momento? —le pregunté con voz suave.
Ella me miró sorprendida y asustada.
—¿Va a reclamarme otra vez?
Negué con la cabeza.
—No vine a reclamarte nada. Solo quería pedirte perdón… por cómo te traté ayer. Sé que no fue correcto de mi parte.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Yo también le pido perdón… Es que estoy muy cansada… Mi hermanito está enfermo y no tengo con quién dejarlo… A veces siento que todo me supera —confesó entre sollozos.
Sin pensarlo dos veces, la abracé. Sentí su cuerpo temblar como el de un pajarito asustado. En ese instante entendí que todos llevamos cargas invisibles y que el dolor no justifica el maltrato, pero tampoco lo condena sin contexto.
Desde ese día empecé a ayudarla: le llevaba comida para su hermano, le ofrecía cuidar al niño cuando ella trabajaba. Poco a poco nació una amistad inesperada entre nosotras. En el barrio dejaron de vernos como enemigas; ahora éramos ejemplo de reconciliación.
A veces pienso en aquel primer día y me pregunto: ¿Cuántas veces juzgamos sin saber? ¿Cuántas heridas podríamos evitar si tuviéramos un poco más de empatía?
Quizás la dignidad no está en devolver el golpe, sino en tender la mano cuando más duele hacerlo.