El precio de la esperanza: una tarde en el corazón de Lima
—¿Otra vez llegas tarde, papá? —La voz de mi hijo Matías me sorprendió apenas crucé la puerta del pequeño departamento en San Juan de Lurigancho. El sol limeño ya se había escondido tras los cerros, y el aire olía a humedad y cansancio.
Me quité los botines llenos de polvo y cemento, y sentí cómo el dolor en mis pies se mezclaba con una culpa sorda. Había prometido llegar temprano para cenar juntos, pero otra vez la obra se había retrasado. Ser capataz en una construcción no era fácil, menos ahora que los pagos llegaban tarde y los obreros estaban inquietos.
—Perdóname, hijo. Hoy fue un día pesado —le respondí, intentando sonreír mientras me quitaba la casaca azul manchada de cal.
Matías me miró con esos ojos grandes que heredó de Lucía. Tenía apenas doce años, pero ya entendía demasiado sobre las ausencias y las promesas rotas. Se encogió de hombros y volvió a su tarea escolar, sentado en la mesa coja del comedor.
Me fui directo al baño, donde el espejo me devolvió la imagen de un hombre envejecido antes de tiempo. Mi nombre es Alejandro Vargas, tengo 42 años y llevo media vida levantando edificios que nunca podré habitar. Me lavé la cara y traté de sacudirme el polvo del día, pero había algo más profundo que no podía limpiar: el miedo a no poder sostener a mi familia.
En la cocina, preparé un poco de té de hierba luisa. El agua hervía mientras pensaba en Lucía. Ella trabajaba como enfermera en el hospital del barrio, haciendo turnos dobles para compensar lo que yo ya no podía traer a casa. Nos veíamos poco, y cuando coincidíamos, las palabras eran cuchillos o silencios pesados.
—¿Papá, hoy sí vamos a cenar juntos? —preguntó mi hija menor, Camila, asomando su carita desde la puerta. Tenía siete años y aún creía que todo podía arreglarse con un abrazo.
—Claro que sí, princesa —le respondí, aunque no estaba seguro de poder cumplirlo.
El reloj marcaba las ocho cuando Lucía llegó. Su uniforme blanco estaba arrugado y sus ojos cansados. Apenas cruzó la puerta, soltó un suspiro largo.
—¿Ya cenaron? —preguntó sin mirarme.
—Te estábamos esperando —dije, intentando sonar alegre.
Ella dejó su bolso sobre la mesa y se sentó sin decir palabra. Matías y Camila se acomodaron a su lado. Serví arroz con huevo frito y plátano frito; era lo único que había alcanzado para comprar esa semana.
Durante la cena, el silencio era tan denso que podía cortarse con el cuchillo. De pronto, Lucía rompió el hielo:
—Hoy despidieron a tres enfermeras más. Dicen que no hay presupuesto.
Sentí un nudo en el estómago. No era la primera vez que escuchábamos esa frase en casa.
—En la obra también están hablando de recortes —admití bajando la voz—. Si no terminamos el edificio este mes, varios nos quedamos sin trabajo.
Matías dejó caer el tenedor. Camila me miró con miedo.
—¿Nos vamos a quedar sin casa? —preguntó ella, temblando.
Lucía me fulminó con la mirada. —No digas esas cosas delante de los niños —susurró entre dientes.
No respondí. ¿Qué podía decir? Que todo iba a estar bien sería mentirles otra vez.
Después de cenar, ayudé a los niños con sus tareas mientras Lucía se duchaba. Matías tenía problemas con matemáticas; Camila dibujaba una casa grande con jardín y perro, como si pudiera dibujar un futuro mejor.
Cuando los niños se durmieron, Lucía y yo nos quedamos en la sala. Ella encendió un cigarro, algo que solo hacía cuando estaba muy nerviosa.
—No podemos seguir así —dijo sin mirarme—. Los niños sienten todo. Yo… yo ya no puedo más con esta angustia.
Me dolió escucharla. Quise abrazarla, pero ella se apartó.
—¿Y qué quieres que haga? —le pregunté, sintiendo cómo la rabia me subía por dentro—. ¿Que deje todo y me vaya a buscar suerte a otro país? ¿Que me meta a robar?
Ella apagó el cigarro con fuerza.
—No te estoy pidiendo milagros, Alejandro. Solo quiero que no pierdas la esperanza. Que no te rindas antes de tiempo.
Me quedé callado. Afuera, los gritos de los vecinos y el ruido lejano del tráfico llenaban el silencio entre nosotros.
Esa noche dormimos espalda con espalda. Soñé con edificios que se derrumbaban y niños llorando entre los escombros.
Al día siguiente, llegué temprano a la obra. Los obreros estaban reunidos en círculo; sus rostros eran máscaras de preocupación.
—Dicen que hoy viene el ingeniero jefe —me dijo Pedro, uno de los albañiles más antiguos—. Si no hay plata para pagar esta semana, varios ya no vuelven mañana.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. ¿Cómo les iba a decir a Lucía y los niños que tal vez ese sería mi último día?
A media mañana llegó el ingeniero Ramírez en su camioneta blanca. Nos reunió a todos bajo el sol ardiente.
—La situación está difícil —dijo sin rodeos—. La empresa hará todo lo posible por cumplir con los pagos, pero necesitamos terminar esta etapa antes del viernes o se suspende la obra.
Los murmullos crecieron como una ola de desesperación. Yo traté de calmar a los muchachos, pero por dentro sentía que todo se venía abajo.
Esa tarde trabajamos como nunca antes: mezclando cemento bajo el sol, subiendo sacos pesados por las escaleras improvisadas, sudando miedo y esperanza al mismo tiempo.
Al regresar a casa esa noche, encontré a Lucía sentada en la cama con una carta en las manos. Era una notificación del banco: si no pagábamos dos cuotas más del departamento, iniciarían el proceso de desalojo.
Nos abrazamos en silencio, llorando juntos por primera vez en mucho tiempo. No había palabras para tanto dolor ni promesas para tanto miedo.
Pero al día siguiente volví a levantarme temprano. Fui a la obra y hablé con Ramírez; le propuse un plan para terminar más rápido usando menos materiales sin sacrificar seguridad. Él aceptó probarlo.
Durante tres días trabajamos sin descanso. Los obreros me siguieron porque sabían que yo estaba igual de desesperado que ellos. El viernes al mediodía terminamos la etapa; Ramírez cumplió su palabra y pagó lo prometido.
Esa noche llegué a casa con pan fresco y pollo asado para cenar juntos. Por primera vez en meses, reímos todos alrededor de la mesa pequeña.
Sé que mañana puede volver la tormenta; sé que nada está garantizado en este país donde todo cuesta el doble para los que menos tienen. Pero esa noche aprendí que resistir también es una forma de amar.
¿Hasta cuándo podremos seguir luchando contra la marea? ¿Cuántos sacrificios más tendremos que hacer para darle un futuro digno a nuestros hijos? ¿Ustedes también sienten ese miedo cada noche antes de dormir?