El precio de los sueños: la historia de María González

—¡No te vayas, mamá! —gritó Lucía, mi hija menor, mientras yo cerraba la puerta de la casa de lámina en el barrio de San Miguelito. El sol apenas asomaba y ya sentía el sudor pegajoso en la frente. Pero no podía quedarme. Había que trabajar, aunque el corazón se me partiera al dejar a mis hijos solos.

Me llamo María González y nací en un pueblo polvoriento de Honduras. Mi madre, doña Carmen, siempre decía que las mujeres nacimos para aguantar. Y yo aguanté: el hambre, los gritos de mi padre borracho, la mirada triste de mis hermanos cuando no había nada para cenar. Desde niña supe que si quería algo distinto, tendría que pelearlo con uñas y dientes.

A los dieciséis años conocí a Javier, un muchacho moreno y risueño que me prometió el cielo. Nos casamos rápido, casi huyendo del destino que parecía escrito para todos en el pueblo: casarse joven, tener hijos y resignarse. Nos fuimos a Tegucigalpa buscando una vida mejor. Pero la ciudad no era como en los cuentos. Javier consiguió trabajo en una fábrica y yo limpiaba casas. Los días se nos iban entre el cansancio y las cuentas sin pagar.

—María, ¿por qué siempre estás tan seria? —me preguntaba Javier mientras cenábamos frijoles con arroz.
—Porque tengo miedo, Javier. Miedo de que nunca salgamos de esto.

Cuando nacieron nuestros hijos, Lucía y Andrés, sentí que todo valía la pena. Pero también crecieron las preocupaciones. El dinero nunca alcanzaba. A veces Javier llegaba tarde, con olor a cerveza y promesas rotas.

—Te juro que esta vez sí voy a cambiar —me decía, abrazándome fuerte.
Pero las palabras se las llevaba el viento y yo aprendí a no esperar milagros.

Un día, Javier no volvió. Dicen que lo asaltaron camino al trabajo. Me quedé sola con dos niños pequeños y una montaña de deudas. Quise rendirme, pero cuando vi los ojos grandes de Lucía mirándome desde la cama, supe que tenía que seguir.

Trabajé en todo lo que pude: lavé ropa ajena, vendí pupusas en la esquina, hasta barrí calles cuando no había otra opción. La gente murmuraba:

—Pobre María, tan joven y ya tan cansada.

Pero yo no quería lástima. Quería respeto. Quería demostrarle a mis hijos que sí se puede salir adelante.

Años después, cuando Andrés terminó la secundaria, lloré como nunca antes. Era el primero de la familia en lograrlo. Pero la alegría duró poco: Andrés se fue a Estados Unidos con unos amigos. Me dejó una nota:

“Mamá, lo hago por ti y por Lucía. Algún día te voy a traer a vivir conmigo.”

Desde entonces, cada llamada suya era un bálsamo y una herida al mismo tiempo. Sabía que allá sufría, pero aquí tampoco teníamos futuro.

Lucía, en cambio, se rebeló contra todo. No quería estudiar ni trabajar. Se juntó con un muchacho que no me gustaba y pronto quedó embarazada. La casa se llenó de gritos y reproches.

—¡Tú nunca entiendes! —me gritó Lucía una noche— ¡Siempre trabajando, siempre cansada! ¿De qué sirvió todo tu esfuerzo?

No supe qué responderle. ¿De qué sirve tanto sacrificio si los hijos no lo entienden?

Los años pasaron y mi cuerpo empezó a fallar. La diabetes me obligó a dejar los trabajos pesados. Andrés mandaba dinero cuando podía; Lucía vivía conmigo junto a su hijo pequeño, Emiliano. A veces sentía que la vida era un círculo sin salida: pobreza, trabajo duro, hijos que se van o se pierden.

Pero Emiliano… él era mi luz. Cuando lo veía dormir en el sofá viejo, sentía una ternura inmensa. Le tejía suéteres con restos de lana porque no podía comprarle ropa nueva.

Una tarde, mientras tejía junto a Emiliano dormido, Lucía llegó llorando:

—Mamá… perdóname por todo lo que te he dicho. Ahora entiendo lo difícil que fue para ti.

La abracé fuerte. Por primera vez en años sentí que algo sanaba dentro de mí.

Hoy tengo sesenta años y sigo soñando. Sueño con ver a Andrés regresar; sueño con que Lucía encuentre su camino; sueño con un futuro mejor para Emiliano.

A veces me pregunto si realmente logré mis sueños o si simplemente sobreviví a la vida que me tocó. ¿Cuántas mujeres como yo hay en nuestros barrios? ¿Cuántas callan sus dolores y siguen adelante solo por amor?

¿Y ustedes? ¿Creen que vale la pena tanto sacrificio? ¿O es hora de soñar para nosotras mismas también?