El precio invisible de ser abuela a tiempo completo
—¡Mamá, por favor, no llegues tarde!— escuché la voz de mi hija Mariana al otro lado del teléfono, mientras yo aún tenía el pijama puesto y el café ni siquiera se había enfriado. Eran las seis y media de la mañana y ya sentía el peso del día sobre los hombros. Me llamo Rosa Elena y tengo sesenta y cinco años. Hace apenas un año, soñaba con desayunos largos en el balcón de mi departamento en Buenos Aires, leyendo novelas de Isabel Allende y escuchando el bullicio lejano de la ciudad. Pero la vida, como siempre, tenía otros planes para mí.
Todo comenzó cuando Mariana volvió a trabajar después de su licencia por maternidad. «Mamá, ¿me ayudas con los chicos? Es solo hasta que encontremos una niñera de confianza», me dijo con esa mirada que siempre me desarma. ¿Cómo decirle que no a mi hija? ¿Cómo negarme a ver crecer a mis nietos, Tomás y Lucía? Así que acepté. Al principio, era hermoso: los abrazos pegajosos de Lucía, las carcajadas de Tomás cuando le contaba historias inventadas. Pero pronto, la rutina se volvió una prisión invisible.
El despertador suena todos los días a las siete. Preparo el desayuno rápido, me visto sin ganas y salgo corriendo para llegar antes de que Mariana y su esposo, Gabriel, salgan apurados al trabajo. «¡Gracias, má! Sos una genia», me dicen mientras me dejan la casa patas arriba y los chicos medio dormidos. Yo sonrío, pero por dentro siento cómo mi tiempo se escurre como agua entre los dedos.
Al principio pensé que era temporal. Pero pasaron los meses y nadie habló más de buscar una niñera. Mis amigas me invitan a tomar mate en la plaza o a ir al cine, pero siempre tengo una excusa: «No puedo, tengo a los chicos». Mi hermana Graciela me llama desde Córdoba: «¿Cuándo venís a visitarme?» Y yo solo puedo suspirar.
Una tarde, mientras Lucía dormía la siesta y Tomás miraba dibujitos en la tele, me senté en el sillón y miré mis manos. Manos que criaron hijos, que trabajaron treinta años como maestra en una escuela pública, que soñaron con aprender cerámica o viajar a Mendoza a ver los viñedos. ¿En qué momento dejé de ser Rosa Elena para convertirme solo en la abuela?
El cansancio empezó a pasarme factura. Un día olvidé buscar a Tomás al jardín; la directora me llamó preocupada. Mariana llegó furiosa esa noche.
—¡Mamá! ¿Cómo te olvidaste? ¡No puede ser!— gritó mientras yo apenas podía contener las lágrimas.
—Perdón, hija… estoy cansada. No soy tan joven como antes— murmuré.
Pero ella solo suspiró y se fue a su cuarto. Sentí una soledad tan profunda que me dolió el pecho.
Gabriel tampoco ayuda mucho. Llega tarde del trabajo y se encierra con su computadora. A veces siento que soy invisible en esta casa que no es la mía. Los fines de semana espero que me digan: «Hoy descansá, Rosa», pero siempre hay algo más que hacer: lavar ropa, preparar comida, ayudar con las tareas.
Una noche, mientras preparaba la cena, escuché a Mariana hablando por teléfono con una amiga:
—Sí, mi mamá nos salva la vida… No sé qué haríamos sin ella— dijo.
Me quedé quieta. ¿Salvarles la vida? ¿Y quién salva la mía?
Empecé a notar pequeños resentimientos creciendo en mí. Me sentía culpable por desear tiempo para mí misma. En nuestra cultura, las abuelas son el pilar de la familia; se espera que sacrifiquen todo sin quejarse. Pero yo también tengo sueños, deseos… vida.
Un domingo, durante el almuerzo familiar, reuní valor:
—Mariana, Gabriel… Quiero hablar con ustedes— dije con voz temblorosa.
Ellos me miraron sorprendidos.
—Necesito descansar. Quiero retomar mis cosas: mis libros, mis amigas… No puedo seguir cuidando a los chicos todos los días.
Mariana frunció el ceño.
—¿Pero mamá… cómo vamos a hacer? No tenemos plata para una niñera.
Sentí el peso de la culpa otra vez. Pero esta vez no retrocedí.
—Yo también tengo derecho a vivir mi vida— respondí bajito.
Hubo silencio incómodo. Gabriel miró su plato; Mariana tenía lágrimas en los ojos.
Esa noche no dormí bien. Me preguntaba si estaba siendo egoísta o simplemente humana. Al día siguiente Mariana me abrazó fuerte.
—Perdón má… nunca pensé en cómo te sentías— susurró.
Ahora estamos buscando alternativas juntos: turnos con Gabriel, ayuda de una vecina y algunos días libres para mí. No fue fácil poner límites; todavía lucho con la culpa y el miedo de no ser suficiente para mi familia. Pero también siento alivio: poco a poco recupero pedacitos de mi vida.
A veces me pregunto: ¿Por qué nos cuesta tanto decir lo que necesitamos? ¿Cuántas abuelas hay como yo, callando sus propios sueños por amor? ¿Y si empezamos a hablarlo sin miedo?