El reencuentro que lo cambió todo: Entre el pasado y el presente

—¿Marta? ¿Eres tú?

Sentí que el tiempo se detenía. El murmullo de la gente en la fila del Registro Civil desapareció, y por un segundo sólo escuché el latido acelerado de mi corazón. Levanté la vista, y ahí estaba él: Julián. El mismo Julián que me enseñó a bailar cumbia en las fiestas del barrio de Villa del Sol, el que me prometió amor eterno bajo los mangos del parque central cuando teníamos diecisiete años.

No planeaba este encuentro. Sólo venía a recoger mi cédula después de una jornada agotadora en la escuela donde trabajo como maestra. Mi abrigo ya mostraba señales de cansancio, igual que yo. Pero en ese instante, todo lo que era gris se tiñó de recuerdos vivos y dolorosos.

—Julián… —mi voz tembló, como si tuviera quince años otra vez.

Él sonrió, esa sonrisa ladeada que siempre me desarmaba. —No puedo creerlo, Marta. Después de tantos años…

Nos sentamos en una banca afuera del edificio, bajo un cielo plomizo que amenazaba lluvia. Hablamos de todo y de nada: su vida en Medellín, mi familia, los hijos, los sueños truncados. Me contó que acababa de regresar al país después de años trabajando en Ecuador, que su matrimonio había terminado mal y que extrañaba las cosas simples: el café con pan dulce, los domingos en la plaza.

Yo le hablé de mis hijos, de mi esposo Ricardo, de la rutina que me asfixiaba pero también me daba seguridad. Pero no le conté todo. No le dije cuánto me dolía sentirme invisible en mi propia casa, ni cómo a veces lloraba en silencio cuando todos dormían.

—¿Y tú eres feliz, Marta? —me preguntó de repente, mirándome a los ojos con esa intensidad que siempre me inquietó.

No supe qué responder. Sentí un nudo en la garganta. ¿Feliz? ¿Qué es ser feliz después de veinte años de matrimonio, cuentas por pagar y sueños postergados?

Nos despedimos con un abrazo largo, demasiado largo para ser inocente. Sentí su perfume —el mismo de antes— y algo dentro de mí se quebró.

Esa noche, mientras preparaba la cena, Ricardo notó mi distracción.

—¿Te pasa algo? —preguntó sin apartar la vista del noticiero.

—Nada —mentí—. Sólo estoy cansada.

Pero los días siguientes no pude dejar de pensar en Julián. Me escribió un mensaje: “¿Te gustaría tomar un café? Sólo para ponernos al día”. Dudé mucho antes de responder. Sabía que estaba jugando con fuego, pero la tentación era más fuerte que la culpa.

Acepté.

Nos vimos en una cafetería pequeña, lejos del barrio. Hablamos durante horas. Me reí como hacía años no lo hacía. Me sentí viva otra vez. Cuando nos despedimos, Julián tomó mi mano y susurró:

—Nunca dejé de pensar en ti.

Esa noche no dormí. La culpa me carcomía, pero también el deseo de volver a sentirme amada, vista, importante.

Ricardo empezó a sospechar. Una tarde llegó temprano del trabajo y me encontró mirando el celular con una sonrisa tonta en los labios.

—¿Quién es? —preguntó seco.

—Un viejo amigo —respondí, pero él no me creyó.

Esa noche discutimos como nunca antes. Ricardo gritó, yo lloré. Los niños se encerraron en su cuarto asustados.

—Si quieres seguir hablando con ese tipo —dijo Ricardo con voz temblorosa—, mejor empaca tus cosas y vete de esta casa.

Me quedé helada. ¿Cómo habíamos llegado a esto? ¿Por qué una parte de mí quería irse corriendo tras Julián y la otra quedarse abrazando la rutina?

Pasaron días en silencio. Ricardo dormía en el sofá. Los niños me miraban con reproche y miedo. Mi madre vino a visitarme y me dijo:

—Mija, uno no puede tirar toda una vida por una ilusión del pasado. Piensa en tus hijos.

Pero mi hermana Lucía opinaba distinto:

—¿Y tú? ¿Cuándo vas a pensar en ti? ¿Vas a seguir viviendo como una sombra sólo por miedo?

Me sentí dividida entre dos mundos: el deber y el deseo, la familia y la pasión, el pasado y el presente.

Julián insistía:

—No te pido que lo dejes todo por mí, pero mereces ser feliz. Al menos piénsalo.

Una tarde salí a caminar por el parque donde solíamos encontrarnos de adolescentes. Vi parejas jóvenes besándose bajo los árboles, niños jugando fútbol descalzos sobre el pasto mojado. Recordé quién era yo antes de convertirme sólo en madre y esposa: una mujer llena de sueños y ganas de vivir.

Esa noche hablé con Ricardo. Le conté todo: mis dudas, mis miedos, mi necesidad de sentirme viva otra vez.

Lloramos juntos. Él me confesó que también se sentía solo desde hace años, que nuestra relación se había vuelto costumbre más que amor.

Decidimos darnos un tiempo para pensar qué queríamos realmente. No fue fácil explicárselo a los niños ni soportar las miradas juzgonas de los vecinos ni las críticas veladas de mi suegra.

Pero por primera vez en mucho tiempo sentí que estaba tomando las riendas de mi vida.

Hoy escribo esto desde el pequeño departamento que alquilé cerca del colegio donde trabajo. A veces extraño la casa llena de voces y risas; otras veces disfruto el silencio y la libertad de ser yo misma sin pedir permiso.

Julián sigue ahí, paciente, esperándome sin presionar. Ricardo y yo hablamos seguido; tal vez algún día podamos reconstruir algo nuevo desde la honestidad.

No sé qué pasará mañana. Pero aprendí que nadie puede decidir por mí lo que significa ser feliz.

¿Y ustedes? ¿Se han atrevido alguna vez a romper con todo por buscar su propia felicidad? ¿Vale la pena arriesgarlo todo por un amor del pasado?