El reencuentro que nunca imaginé: Miradas de una amistad rota

—¡Cuidado, señora!— gritó el chofer mientras el autobús frenaba de golpe, sacudiendo a todos los pasajeros como si fuéramos fichas de dominó. Sentí cómo mi cuerpo se lanzaba hacia adelante, y apenas logré aferrarme a la barra metálica antes de caer sobre la mujer sentada frente a mí. El corazón me latía con fuerza, la respiración entrecortada. Cuando levanté la vista, mis ojos se encontraron con los suyos: grandes, oscuros, llenos de un brillo que reconocí al instante, aunque los años hubieran pasado como tormenta sobre nosotras.

—¿Valeria?— susurré, apenas audible, como si temiera que decir su nombre en voz alta pudiera romper el frágil equilibrio del momento.

Ella me miró con una mezcla de sorpresa y desconfianza. Su mano temblorosa apretaba la bolsa de mercado contra el pecho. Por un segundo, creí ver en su rostro el reflejo de la niña que compartía conmigo los recreos en la primaria Benito Juárez, allá en Iztapalapa. Pero ese reflejo se desvaneció rápido, reemplazado por una máscara de frialdad.

—¿Andrea?— respondió ella, y sentí que el tiempo se detenía. El murmullo del autobús se volvió lejano; sólo existíamos ella y yo, dos mujeres adultas atrapadas en los recuerdos de una amistad que terminó mal.

No supe qué decir. ¿Cómo se saluda a alguien que fue tu hermana del alma y luego tu peor enemiga? El silencio entre nosotras era tan pesado como el aire húmedo de junio.

—¿Cómo has estado?— pregunté al fin, con voz temblorosa.

Valeria bajó la mirada. —Bien… supongo. ¿Y tú?

Mentí: —Bien también.

Pero la verdad era otra. Desde aquella tarde en que descubrí a Valeria besando a mi novio —mi primer amor, el mismo que juró que sólo tenía ojos para mí—, mi vida cambió para siempre. No sólo perdí a quien creía mi pareja, sino también a mi mejor amiga. Mi madre me decía: “Las amigas van y vienen, pero la familia es para siempre”. Pero ¿qué pasa cuando tu familia tampoco está ahí para ti?

El autobús avanzaba lento por Calzada Ermita, atascado entre vendedores ambulantes y el bullicio de la ciudad. Afuera, el cielo amenazaba lluvia; adentro, yo luchaba contra las lágrimas.

—¿Sigues viviendo por aquí?— preguntó Valeria, rompiendo el silencio.

Asentí. —En la misma casa con mi mamá y mis hijos. La vida no me ha dejado ir muy lejos.

Ella sonrió apenas. —Yo también sigo cerca… aunque ya no tengo a nadie.

Sentí un nudo en la garganta. Recordé cómo Valeria perdió a su madre por cáncer cuando teníamos quince años y cómo mi mamá la acogió en casa durante meses. Compartimos secretos, sueños y hasta miedos. Pero todo eso se rompió con una traición.

—¿Te acuerdas de cuando hacíamos promesas bajo el árbol del parque?— pregunté sin pensar.

Valeria asintió, sus ojos brillando con lágrimas contenidas. —Prometimos nunca mentirnos…

No pude evitarlo: —Pero mentiste.

Ella apretó los labios. —Tú también… Me juzgaste sin escucharme.

El dolor volvió como una ola fría. ¿Acaso tenía razón? Nunca le di oportunidad de explicarse; sólo grité, lloré y le cerré la puerta en la cara.

El autobús llegó a la siguiente parada. Un grupo de estudiantes subió riendo, empujando a todos a su paso. Una niña tropezó y casi cae sobre Valeria; ella la sostuvo con ternura y le sonrió. Por un instante vi a la Valeria de antes: generosa, dulce, leal.

—¿Por qué lo hiciste?— pregunté en voz baja, casi un susurro ahogado por el ruido del motor.

Valeria me miró directo a los ojos. —No fue lo que pensaste. Él me buscó porque tú lo habías dejado… Me pidió ayuda porque estaba mal… Yo sólo lo abracé… pero tú llegaste justo cuando él me besó sin que yo lo esperara.

Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. ¿Era posible que todo este tiempo hubiera vivido engañada por mis propios prejuicios?

—¿Por qué nunca me lo dijiste?—

Ella suspiró. —Intenté llamarte, fui a tu casa… Tu mamá me cerró la puerta y me dijo que no volviera a buscarte.

Mi corazón se encogió. Mi madre siempre fue sobreprotectora; ahora entendía muchas cosas.

—Perdóname…— murmuré, sintiendo las lágrimas correr por mis mejillas.

Valeria tomó mi mano entre las suyas. —Yo también te fallé al no insistir más… Pero tenía miedo. Me quedé sola…

El autobús llegó a mi parada. Dudé un segundo antes de levantarme.

—¿Te gustaría tomar un café? Hablar… como antes.—

Ella sonrió por primera vez en años. —Me encantaría.

Bajamos juntas del autobús bajo una llovizna ligera. Caminamos en silencio hasta una cafetería pequeña donde solíamos ir después de clases. El aroma del café recién hecho nos envolvió como un abrazo cálido.

Hablamos durante horas: de nuestros hijos, trabajos mal pagados, sueños rotos y esperanzas nuevas. Descubrí que Valeria había cuidado sola a su padre enfermo hasta que él falleció; que trabajaba limpiando casas para sobrevivir; que nunca volvió a confiar plenamente en nadie después de nuestra pelea.

Yo le conté cómo mi madre enfermó y ahora dependía de mí; cómo luchaba cada día para sacar adelante a mis hijos con un salario mínimo; cómo extrañaba tener una amiga verdadera.

Al despedirnos, Valeria me abrazó fuerte. —Gracias por escucharme… Ojalá podamos empezar de nuevo.

La vi alejarse bajo la lluvia y sentí que algo dentro de mí sanaba poco a poco. A veces, las heridas más profundas sólo pueden curarse con verdad y perdón.

Ahora me pregunto: ¿Cuántas veces dejamos que el orgullo destruya lo más valioso? ¿Cuántas amistades se pierden por no atrevernos a escuchar? ¿Ustedes han vivido algo así? ¿Se puede realmente volver a empezar?