El regreso a casa: La boda de mi hermano mayor

—¿Por qué no puedes simplemente dejar el pasado atrás, Rodo? —La voz de mi madre retumba en mi cabeza, aunque ella no está aquí, solo su eco en mi memoria.

El tren avanza lento, como si supiera que no quiero llegar aún. Afuera, la luz rosada del amanecer pinta los campos de caña y los techos de las casas humildes que se alinean junto a las vías. Estoy despierto desde hace horas, tumbado en la litera superior del vagón, mientras los demás pasajeros duermen, ajenos a mi insomnio y a la tormenta que llevo dentro. Me llamo Radoslav, pero todos me dicen Rodo. Nací en un pequeño pueblo de Veracruz, pero hace cinco años me fui a Ciudad de México buscando algo más que la rutina y los chismes del pueblo. Ahora regreso porque Julián, mi hermano mayor, se casa y mamá dice que no hay excusas para faltar.

El tren se detiene en una estación casi desierta. Una señora sube con una canasta de flores y me sonríe. Le devuelvo la sonrisa, pero por dentro siento un nudo. ¿Cuántas veces soñé con este regreso? ¿Cuántas veces lo temí?

Recuerdo la última vez que vi a Julián. Fue en el funeral de papá. Él me culpó por no haber llegado antes, por haberme ido tan lejos. «Siempre huyes cuando las cosas se ponen difíciles», me dijo entre dientes, mientras mamá lloraba en silencio. Desde entonces, solo hablamos por mensajes cortos y fríos.

—¿Ya casi llegamos? —pregunta una niña desde la litera de abajo.
—Falta poco —respondo con voz suave.

El tren arranca de nuevo y las imágenes del pasado se mezclan con el paisaje: Julián y yo jugando fútbol en el patio de tierra, peleando por el último pedazo de pan dulce, compartiendo secretos bajo las estrellas. Pero también recuerdo los gritos, las discusiones cuando papá perdió el trabajo y mamá empezó a vender tamales para sobrevivir. Julián siempre fue el fuerte, el responsable; yo era el soñador, el que quería escapar.

La puerta del vagón se abre y entra una joven con acento costeño. Se sienta frente a mí y saca una carta arrugada.

—¿Vas al pueblo? —me pregunta.
—Sí, a la boda de mi hermano.
—¿Y estás feliz?

No sé qué responderle. Me quedo mirando por la ventana. ¿Feliz? No lo sé. Siento miedo, nostalgia, rabia y esperanza al mismo tiempo.

—A veces regresar es más difícil que irse —dice ella, como si leyera mis pensamientos.

Asiento en silencio. El tren avanza y el sol ya ilumina los campos. Pienso en mamá preparando mole y arroz para la fiesta, en los vecinos chismosos preguntando por qué tardé tanto en volver, en Julián mirándome con esos ojos duros que heredó de papá.

Cuando por fin llego a la estación del pueblo, el aire huele a tierra mojada y flores frescas. Mamá me espera con los brazos abiertos y lágrimas en los ojos.

—¡Mi niño! —me abraza fuerte—. Pensé que no vendrías.

Siento que algo se rompe dentro de mí. La abrazo como si pudiera recuperar todo el tiempo perdido.

En casa todo está igual y todo es distinto. Las paredes siguen cubiertas de fotos viejas; el patio está lleno de mesas para la boda. Julián aparece en la puerta con su camisa blanca y su sonrisa forzada.

—Llegaste —dice seco.
—Aquí estoy —respondo, sin saber si debo abrazarlo o solo estrecharle la mano.

La tensión es palpable. Mamá nos mira con preocupación.

—No quiero peleas hoy —dice firme—. Hoy es un día para celebrar.

Durante los preparativos veo a Julián reír con sus amigos, abrazar a su futura esposa, Mariana, una mujer sencilla y alegre que siempre me cayó bien. Pero entre nosotros hay un muro invisible hecho de reproches no dichos y heridas abiertas.

En la noche antes de la boda, salgo al patio a fumar un cigarro. Julián se acerca en silencio.

—¿Por qué te fuiste? —pregunta de pronto—. ¿Por qué nos dejaste solos cuando más te necesitábamos?

Me quedo callado. ¿Cómo explicarle que sentía que me ahogaba aquí? Que necesitaba buscar mi propio camino aunque doliera.

—No podía quedarme —digo al fin—. Tenía miedo de convertirme en alguien amargado… como papá.

Julián baja la mirada. Por un momento creo que va a gritarme o golpearme como cuando éramos niños, pero solo suspira.

—Yo también tenía miedo —admite—. Pero alguien tenía que quedarse.

Nos quedamos en silencio largo rato. El grillo canta y el olor del campo me llena los pulmones. Por primera vez siento que puedo respirar aquí otra vez.

La boda es una explosión de colores y música: mariachis, risas, niños corriendo entre las mesas. Mamá baila con todos; Mariana brilla de felicidad; Julián parece más relajado. Me acerco a él durante el brindis.

—Perdóname —le digo bajito—. Por irme… por no estar cuando más lo necesitabas.

Él me mira sorprendido y luego sonríe apenas.

—Ya estás aquí —responde—. Eso es lo que importa ahora.

Brindamos juntos mientras los fuegos artificiales iluminan el cielo oscuro del pueblo. Por primera vez en años siento que pertenezco a este lugar, a esta familia rota pero viva.

Al final de la noche, mientras recojo las mesas con mamá, ella me toma la mano.

—¿Ves? Siempre hay tiempo para volver —susurra.

Me quedo pensando en todo lo que perdí por huir y en todo lo que aún puedo recuperar si me atrevo a quedarme un poco más.

¿Será posible sanar las heridas del pasado? ¿O hay cosas que nunca se pueden reparar del todo? ¿Ustedes qué piensan?