El Regreso a Mí Misma
—¿Por qué no me miras a los ojos, Mauricio? —pregunté, sintiendo cómo la voz me temblaba, aunque intenté mantenerla firme.
Él siguió callado, sentado al borde de la cama, con la cabeza gacha y las manos entrelazadas. El ventilador giraba lento en el techo, moviendo el aire caliente de la noche bogotana. Afuera, los perros ladraban y el eco de una cumbia lejana se colaba por la ventana. Pero aquí, en nuestro cuarto, sólo existía ese silencio espeso, ese abismo entre nosotros.
Mauricio siempre había sido un hombre de pocas palabras. Decía que en el silencio estaba la sabiduría. Pero esa noche su silencio era diferente: no era refugio, era una pared. Una pared fría y ajena.
—¿Mauricio? —insistí, con un nudo en la garganta—. ¿Hay otra mujer?
Él levantó la mirada apenas un segundo. Vi en sus ojos algo que nunca había visto: miedo. No miedo a mí, sino a lo que estaba a punto de perder. Bajó la cabeza y murmuró:
—No es lo que piensas, Lucía.
Sentí que el mundo se me venía encima. No lloré. No grité. Sólo sentí un vacío enorme en el pecho, como si me hubieran arrancado algo vital. Me levanté despacio y salí del cuarto. En la sala, mi hija Mariana miraba una novela en la tele, ajena a la tormenta que se desataba en mi corazón.
Esa noche no dormí. Me senté en el balcón con una taza de café frío entre las manos y vi cómo la ciudad se iba apagando poco a poco. Pensé en mi mamá, en cómo siempre me decía: «Una mujer debe saber cuándo luchar y cuándo soltar». Pero yo no sabía qué hacer. ¿Luchar por mi matrimonio? ¿Por mi familia? ¿O soltarlo todo y empezar de nuevo?
Al día siguiente, Mauricio se fue temprano al trabajo sin despedirse. Mariana se fue al colegio sin notar nada raro. Yo me quedé sola en casa, sintiendo que las paredes me aplastaban. Llamé a mi hermana Paola.
—¿Qué pasó, Lucía? —preguntó apenas contestó el teléfono.
—Creo que Mauricio me engaña —dije, y por fin las lágrimas salieron.
Paola suspiró al otro lado de la línea.
—Ay, hermana… ¿Estás segura?
—No lo sé. Pero su silencio… Paola, nunca había sentido esto.
—Ven a la casa —me dijo—. Hacemos café y hablamos.
Fui caminando hasta su apartamento en Chapinero. El aire frío de la mañana me despejó un poco la mente. Paola me recibió con un abrazo largo y fuerte. Nos sentamos en la cocina mientras ella preparaba café y arepas.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —me preguntó.
—No sé —respondí—. Siento que si lo enfrento, todo se va a romper. Pero si no lo hago, me estoy traicionando a mí misma.
Paola me miró con ternura.
—Lucía, tú siempre has sido fuerte. Recuerda cuando papá se fue y mamá tuvo que sacarnos adelante sola… Tú le ayudabas con todo, hasta con los deberes de los más pequeños. No te olvides de esa fuerza.
Me quedé pensando en eso todo el día. Recordé mi infancia en Villavicencio, los días de lluvia jugando bajo el techo de zinc, las noches sin luz contando historias para espantar el miedo. Recordé cómo mamá nos enseñó a no depender de nadie más que de nosotras mismas.
Esa tarde, cuando Mariana volvió del colegio, la encontré llorando en su cuarto.
—¿Qué pasa, mi amor? —le pregunté, sentándome a su lado.
—En el colegio dijeron que papá tiene otra familia… —sollozó—. Que tiene un hijo con otra señora.
Sentí una punzada en el pecho. ¿Cómo podía ser tan cruel la gente? ¿Cómo podía Mauricio haber permitido esto?
La abracé fuerte.
—No creas todo lo que dicen —le susurré—. Pase lo que pase, yo siempre voy a estar contigo.
Esa noche esperé a Mauricio despierta. Cuando llegó, lo enfrenté.
—¿Es cierto? ¿Tienes otro hijo?
Él se quedó parado en la puerta, como si no supiera si entrar o salir corriendo.
—Lucía… Yo…
—Dímelo ya —le exigí—. No por mí, por Mariana.
Mauricio bajó la cabeza y asintió lentamente.
—Sí… Hace años… Fue un error… Yo no quería lastimarlas…
Sentí rabia, tristeza y alivio al mismo tiempo. Al menos ya no había secretos. Lloré esa noche como nunca antes. Lloré por mí, por Mariana, por todos los sueños rotos.
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones y decisiones difíciles. Mi mamá vino desde Villavicencio para apoyarme. Me dijo:
—Mija, uno no puede vivir con miedo ni con resentimiento. Si decides perdonarlo o dejarlo, hazlo por ti misma, no por lo que diga la gente.
La familia de Mauricio vino a hablar conmigo también. Su mamá me suplicó que no destruyera la familia, que pensara en Mariana. Pero yo ya no podía cargar con las expectativas de todos los demás.
Empecé terapia psicológica en el centro comunitario del barrio. Allí conocí a otras mujeres con historias parecidas: infidelidades, abandonos, silencios dolorosos. Escuchar sus relatos me ayudó a entender que no estaba sola y que mi dolor era válido.
Un día, Mariana me preguntó:
—¿Vas a dejar a papá?
Me quedé callada unos segundos antes de responderle:
—No lo sé todavía, hija. Pero te prometo que vamos a estar bien pase lo que pase.
Poco a poco fui recuperando fuerzas. Empecé a trabajar medio tiempo en una panadería del barrio para tener mi propio dinero. Redescubrí cosas que me hacían feliz: leer novelas de Laura Restrepo, bailar salsa los sábados con mis amigas del centro comunitario, caminar por el parque con Mariana los domingos por la tarde.
Mauricio intentó acercarse varias veces. Me pidió perdón una y otra vez. Me trajo flores, me escribió cartas largas llenas de promesas vacías. Pero yo ya no era la misma Lucía ingenua de antes.
Una noche le dije:
—Mauricio, te agradezco los años juntos y el amor que alguna vez nos tuvimos. Pero necesito encontrarme a mí misma otra vez. No puedo seguir viviendo una mentira sólo para cumplir con las expectativas de los demás.
Él lloró esa noche como nunca lo había visto llorar antes. Pero yo sentí paz por primera vez en mucho tiempo.
Hoy han pasado seis meses desde esa noche fatídica del silencio. Mariana y yo vivimos solas en un pequeño apartamento lleno de plantas y luz. A veces siento miedo del futuro; otras veces siento esperanza.
He aprendido que volver a una misma duele, pero también libera. Que las mujeres latinoamericanas cargamos con demasiadas expectativas: ser buenas esposas, buenas madres, buenas hijas… pero pocas veces nos preguntan si somos felices nosotras mismas.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven atrapadas en silencios ajenos? ¿Cuántas tienen miedo de volver a sí mismas? ¿Y tú… te has atrevido alguna vez a escucharte de verdad?