El Regreso de Tomás: Entre el Amor y el Olvido

—¿Mariana?—

La voz temblorosa me sacudió como un trueno en plena tarde bogotana. Me giré y lo vi: Tomás. No era el mismo muchacho de sonrisa fácil y ojos chispeantes que conocí hace años. Ahora era un hombre encorvado, con el rostro surcado por arrugas y el cabello salpicado de canas. Tenía la mirada perdida, como si el peso de los años y los recuerdos lo aplastaran.

No pudo decir nada más. Sus labios se movieron, pero ninguna palabra salió. Sentí un nudo en la garganta. ¿Por qué ahora? ¿Por qué después de tanto tiempo?

Recuerdo la primera vez que lo vi, en la universidad Nacional. Yo era una chica insegura, siempre escondida detrás de mis libros y mis dudas. Nunca me consideré bonita; mis amigas, con sus risas y vestidos coloridos, parecían brillar bajo el sol capitalino, mientras yo me sentía invisible. Pero Tomás me vio. Me vio de verdad.

Nos enamoramos rápido, como suele pasar cuando uno es joven y cree que el amor todo lo puede. Al año ya vivíamos juntos en un pequeño apartamento en Chapinero. Yo hacía malabares con dos trabajos para pagar la renta y él soñaba con ser escritor. Las noches eran largas, llenas de promesas y planes para el futuro: una casa propia, hijos, viajes por Suramérica.

Pero la vida no es una novela romántica. Poco a poco, Tomás cambió. Se volvió distante, ausente. Empezó a llegar tarde, a oler a licor barato y a perfume ajeno. Yo fingía no darme cuenta, me aferraba a la esperanza de que todo mejoraría. «Es solo una mala racha», me repetía mientras lavaba los platos o planchaba su camisa favorita.

Una noche, después de una discusión feroz por dinero —el alquiler estaba atrasado y yo ya no podía con todo—, Tomás se fue. No dejó nota, ni mensaje, ni explicación. Solo desapareció. Durante meses lo busqué: llamé a sus amigos, recorrí bares y cafés donde solíamos ir. Nadie sabía nada o no querían decirme la verdad.

Mi mamá me decía que era mejor así, que los hombres como Tomás solo traen desgracias. Pero yo no podía odiarlo. Lo amaba tanto que dolía respirar.

Pasaron los años. Aprendí a vivir sin él. Conseguí un mejor trabajo en una librería del centro, terminé mi carrera de literatura y hasta logré comprarme un apartamentico en Teusaquillo. Pero nunca volví a confiar plenamente en nadie. Cada vez que alguien se acercaba demasiado, levantaba muros invisibles.

Y ahora estaba aquí, frente a mí, con la mirada suplicante y las manos temblorosas.

—¿Por qué volviste? —le pregunté en voz baja, temiendo la respuesta.

Tomás bajó la cabeza. Vi lágrimas asomando en sus ojos cansados.

—No sé… —susurró al fin— No tengo a dónde ir.

Sentí rabia e impotencia mezcladas con una ternura absurda. ¿Cómo podía seguir importándome después de todo lo que me hizo?

Lo invité a sentarse en la banca del parque. El sol caía sobre los cerros orientales y la ciudad parecía suspenderse en un instante de silencio.

—¿Qué te pasó? —insistí.

Me contó su historia entrecortada: perdió trabajos, amigos y hasta su familia por culpa del alcohol y las malas decisiones. Vivió en la calle un tiempo, durmió bajo puentes y comió de la caridad de desconocidos. Nadie le tendió la mano; todos le dieron la espalda.

—Pensé en ti cada día —dijo—. Pero tenía miedo de buscarte… miedo de que me odiaras.

No supe qué decirle. Parte de mí quería abrazarlo y otra parte quería gritarle todo el dolor que me causó.

En ese momento pasó doña Rosa, mi vecina chismosa.

—¡Ay Mariana! ¿Ese no es Tomás? ¡El que te dejó plantada hace años! —exclamó sin pudor.

Sentí las miradas curiosas de los vecinos clavándose en mi espalda como agujas.

—Sí, doña Rosa —respondí con voz firme—. Es Tomás.

Ella murmuró algo sobre «hombres descarados» y siguió su camino.

Tomás sonrió tristemente.

—Siempre fuiste más valiente que yo —dijo—. Yo solo sé huir.

Nos quedamos en silencio largo rato. El bullicio del parque se mezclaba con mis pensamientos desordenados: ¿debería ayudarlo? ¿Podría perdonarlo? ¿Y si volvía a lastimarme?

Al final lo invité a mi casa para que se duchara y comiera algo caliente. Mientras preparaba café, lo observé desde la cocina: parecía un niño perdido, ajeno al mundo.

Esa noche dormí poco. Recordé todas las veces que lloré por él, las noches en vela esperando su regreso, las promesas rotas…

A la mañana siguiente le ofrecí quedarse unos días mientras buscaba trabajo. Le conseguí ropa limpia y le presté mi celular para que llamara a su hermana en Medellín.

Poco a poco fue recuperando algo de dignidad: se afeitó, se cortó el cabello y hasta sonrió tímidamente cuando le conté un chiste malo sobre políticos corruptos.

Pero el miedo seguía ahí, agazapado en mi pecho.

Una tarde, mientras tomábamos café en el balcón, Tomás me miró fijamente:

—¿Crees que algún día puedas perdonarme?

No respondí enseguida. Miré el cielo gris de Bogotá y sentí las lágrimas asomando otra vez.

—No lo sé —dije al fin—. Pero quiero intentarlo.

Ahora escribo esto mientras él duerme en el sofá de mi sala. No sé qué pasará mañana ni si podré volver a amar sin miedo. Pero al menos hoy elegí no dejarme vencer por el rencor.

¿Ustedes qué harían? ¿Perdonarían a alguien que les rompió el corazón? ¿Vale la pena arriesgarse otra vez?