El secreto de las cinco y media

—¿Otra vez vas a salir, Ernesto? —pregunté, tratando de sonar casual mientras él se ponía la camisa azul que tanto le gustaba.

—Sí, Lucía, ya sabes… la misa de las cinco y media. El padre Julián dice que es la mejor hora para encontrar paz —respondió sin mirarme, ajustándose el cinturón.

Lo observé desde la cocina, con el delantal aún puesto y las manos húmedas de lavar los platos. Nunca antes Ernesto había sido un hombre religioso. De hecho, durante nuestros veintisiete años de matrimonio, apenas si mencionaba a Dios, salvo en los funerales o cuando se le quemaba el arroz. Pero desde aquella Semana Santa, algo había cambiado. Empezó a hablar de fe, de redención, de sentirse vacío y querer llenarse de algo más grande que él mismo.

Al principio me sentí aliviada. Pensé que era una buena señal, una oportunidad para que encontrara consuelo en medio de su crisis de los cincuenta y tantos. “La gente cambia”, me repetía. “Tal vez ahora sí va a dejar el cigarro y el mal humor”.

Pero las semanas pasaron y su devoción se volvió obsesiva. Todos los días salía puntual a las cinco y cuarto, perfumado y con una camisa limpia. A veces volvía tarde, con una sonrisa extraña y los ojos brillosos. Yo trataba de no pensar mal, pero la duda empezó a crecer como una mala hierba en mi pecho.

Una tarde, mientras recogía la ropa del tendedero, mi vecina Rosa se acercó con su típico tono de chisme disfrazado de preocupación.

—Lucía, ¿todo bien con Ernesto? Lo he visto salir mucho últimamente… y no siempre va solo.

—¿Cómo que no va solo? —pregunté, sintiendo un escalofrío.

—Pues el otro día lo vi subirse al carro con una mujer… creo que es la señora que ayuda en la parroquia, esa tal Mariana. Iban muy sonrientes.

Mi corazón dio un vuelco. Mariana era joven, viuda desde hacía poco, y siempre estaba ayudando en la iglesia. Recordé cómo Ernesto mencionaba su nombre últimamente: “Mariana dice que el padre Julián es muy sabio”, “Mariana me recomendó este libro”.

Esa noche, cuando Ernesto volvió, lo esperé sentada en la sala, con las luces apagadas. Cuando entró, encendí la lámpara y lo miré fijamente.

—¿Por qué mientes? —le solté sin rodeos.

Él se quedó helado, con las llaves aún en la mano.

—¿De qué hablas?

—No vas solo a la iglesia. Te han visto con Mariana. ¿Qué está pasando?

Ernesto bajó la mirada y suspiró largo. Por un momento pensé que iba a negarlo todo, pero en vez de eso se dejó caer en el sillón frente a mí.

—No sé cómo llegamos a esto, Lucía… —dijo en voz baja—. Al principio sí iba por rezar, por buscar respuestas. Pero luego… Mariana me escuchaba, me hacía sentir importante otra vez. No pasó nada malo entre nosotros, te lo juro… pero sí pensé en hacerlo.

Sentí una mezcla de rabia y tristeza. ¿Cómo podía haberme mentido así? ¿Cómo podía haber usado la fe como excusa para escapar de nuestra vida?

—¿Y yo? ¿Alguna vez pensaste en cómo me sentiría? —le pregunté con lágrimas en los ojos.

Ernesto se tapó la cara con las manos. Por primera vez en años lo vi vulnerable, derrotado.

—Me sentía vacío aquí —dijo señalando su pecho—. No sabía cómo decírtelo sin herirte. Mariana solo fue un pretexto para no enfrentar lo que realmente me pasa: tengo miedo de envejecer, miedo de no ser suficiente para ti ni para nadie.

El silencio se hizo pesado entre nosotros. Afuera, los perros ladraban y el olor del café recién hecho se colaba por la ventana abierta. Pensé en todo lo que habíamos construido juntos: los hijos ya grandes viviendo lejos, las cuentas por pagar, los domingos viendo fútbol aunque yo odiara el fútbol.

—¿Y ahora qué? —pregunté finalmente.

Ernesto me miró con ojos cansados.

—No lo sé, Lucía. Solo sé que no quiero perderte ni seguir mintiéndote. Si quieres que me vaya…

Negué con la cabeza. No era tan simple. No después de casi tres décadas juntos. Pero tampoco podía fingir que nada había pasado.

Esa noche dormimos en camas separadas por primera vez desde que nació nuestro hijo mayor. Sentí un hueco frío a mi lado y lloré en silencio hasta quedarme dormida.

Los días siguientes fueron extraños. Ernesto dejó de ir a misa todos los días y empezó a quedarse más tiempo en casa. Intentó ayudarme con las tareas del hogar, pero su torpeza solo lograba irritarme más. Yo no sabía si quería perdonarlo o si debía empezar a pensar en una vida sin él.

Una tarde, mientras preparaba empanadas para vender (porque desde hace años el sueldo no alcanza), mi hija Valeria me llamó desde Buenos Aires.

—Mamá, ¿estás bien? Te noto rara por teléfono últimamente.

No pude evitarlo y rompí en llanto. Le conté todo: las salidas de Ernesto, Mariana, mi dolor y mi rabia contenida.

—Ay mamá… —dijo Valeria—. Los hombres a veces se pierden cuando sienten que ya no son útiles. Pero vos también tenés derecho a sentirte amada y respetada. No te olvides de vos misma.

Sus palabras me hicieron pensar en todas las veces que me puse en segundo plano por mi familia, por Ernesto, por los hijos. ¿Cuándo fue la última vez que pensé solo en mí?

Esa noche enfrenté a Ernesto otra vez.

—Si quieres quedarte aquí conmigo —le dije— tienes que ser honesto y buscar ayuda. No solo rezar o esconderte detrás de Mariana o del padre Julián. Necesitamos hablar con alguien… juntos o separados.

Él asintió en silencio y por primera vez en mucho tiempo sentí que tal vez había esperanza para nosotros… o al menos para mí misma.

Ahora escribo esto mientras escucho el murmullo del barrio al atardecer y pienso: ¿Cuántas mujeres como yo han sentido ese vacío? ¿Cuántas han callado por miedo o costumbre? ¿Vale la pena perdonar cuando el corazón está roto? ¿O es mejor empezar de nuevo aunque duela?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?