El silencio de Ernesto: Cuando la jubilación apaga la vida
—¿Vas a quedarte ahí sentado todo el día? —le pregunté a Ernesto, mientras el aroma del café recién hecho llenaba la cocina. Él ni siquiera levantó la vista del mantel, como si yo fuera solo un ruido de fondo, como el tic-tac del reloj o el rumor del tráfico en la avenida Corrientes.
No fue de un día para otro. No hubo gritos, ni portazos, ni lágrimas. Simplemente, Ernesto dejó de ser Ernesto cuando colgó su uniforme de colectivero y trajo a casa ese último sobre con su liquidación. Desde entonces, el silencio se instaló entre nosotros como un huésped incómodo. Yo, Marta, su esposa desde hace treinta y cinco años, me convertí en una sombra más en nuestro departamento de Almagro.
Recuerdo la primera vez que sentí miedo. Fue una mañana fría de julio. Me acerqué a la mesa con dos tazas de café y le dije:
—Podrías al menos decir «buenos días».
Nada. Ni un murmullo. Ni un movimiento. Sus ojos fijos en el vacío, como si buscara algo que se le había perdido para siempre.
Al principio pensé que era cansancio. Después, que era cuestión de tiempo. Pero los días pasaban y Ernesto seguía igual: se levantaba temprano, se sentaba frente a la ventana y miraba la calle durante horas. No encendía la televisión, no leía el diario, no contestaba el teléfono. Solo existía ese silencio espeso, esa ausencia que dolía más que cualquier palabra hiriente.
Intenté todo lo que se me ocurrió. Cociné sus comidas favoritas: milanesas con puré, guiso de lentejas, empanadas salteñas. Le propuse salir a caminar por el parque Centenario, visitar a los nietos en Villa Crespo, ir al cine a ver una película argentina. Nada funcionó. Cada propuesta era recibida con un encogimiento de hombros o, peor aún, con ese silencio que me hacía sentir invisible.
Una tarde, mi hija Lucía vino a visitarnos. Apenas entró al departamento, notó la tensión en el aire.
—¿Papá está bien? —me susurró mientras ponía la mesa.
—No lo sé —le respondí, conteniendo las lágrimas—. Desde que se jubiló, es como si hubiera desaparecido.
Lucía intentó hablar con él. Le contó anécdotas de sus hijos, le preguntó por sus amigos del trabajo, le ofreció llevarlo a ver un partido de San Lorenzo. Ernesto solo asintió con la cabeza y volvió a su mutismo.
Esa noche, después de que Lucía se fue, me senté frente a Ernesto y le hablé con el corazón en la mano:
—Ernesto, te extraño. Extraño al hombre que me hacía reír con sus historias del colectivo, al abuelo que jugaba a las escondidas con los chicos en la plaza. No sé qué hacer para ayudarte. Si necesitas hablar, aquí estoy. Si necesitas llorar, también.
Por un momento creí ver un destello de emoción en sus ojos. Pero fue solo eso: un destello fugaz que se apagó enseguida.
Los días siguieron pasando. Yo iba al mercado, limpiaba la casa, llamaba a mis hermanas para no sentirme tan sola. Por las noches, me acostaba junto a Ernesto y escuchaba su respiración lenta y pesada. A veces pensaba en irme, en buscar una vida lejos de ese silencio asfixiante. Pero algo me retenía: el recuerdo de los años felices, las promesas hechas bajo la lluvia en Mar del Plata, las fotos amarillentas de nuestra boda en la iglesia de San Carlos.
Un domingo por la tarde, mientras preparaba mate en la cocina, escuché un ruido extraño en el comedor. Me asomé y vi a Ernesto llorando en silencio, con la cabeza entre las manos. Me acerqué despacio y le puse una mano en el hombro.
—No sé quién soy sin mi trabajo —susurró él por fin, con la voz quebrada—. Toda mi vida fui colectivero. Ahora no soy nadie.
Me quedé muda. Por fin entendía su dolor: no era enojo conmigo ni con la familia; era miedo, vacío, pérdida de identidad.
—Ernesto —le dije suavemente—, vos sos mucho más que tu trabajo. Sos mi compañero, el papá de Lucía y Martín, el abuelo de Tomi y Sofi. Sos el hombre que me enseñó a bailar tango en la cocina y a reírme de las desgracias.
Él me miró por primera vez en meses y rompió a llorar como un niño. Lo abracé fuerte y lloramos juntos hasta que se hizo de noche.
Desde ese día las cosas no cambiaron de golpe, pero al menos empezamos a hablar otra vez. Ernesto aceptó ir a terapia en el centro de jubilados del barrio y poco a poco fue recuperando las ganas de vivir. Empezó a ayudarme con las compras, a jugar con los nietos y hasta se animó a aprender a usar WhatsApp para mandarle mensajes a sus amigos.
A veces todavía lo encuentro mirando por la ventana con nostalgia, pero ya no es ese silencio oscuro e impenetrable; ahora es solo un momento de reflexión antes de volver al mundo.
Hoy sé que la jubilación puede ser una herida profunda para quienes sienten que su valor depende del trabajo. Pero también aprendí que el amor y la paciencia pueden abrir puertas incluso en los muros más altos del silencio.
Me pregunto: ¿Cuántas familias viven lo mismo y callan por vergüenza o miedo? ¿Cuántos Ernestos hay sentados frente a una ventana esperando volver a sentirse vivos? ¿Y cuántas Martas luchan cada día contra el silencio sin perder la esperanza?