El teléfono equivocado y el secreto que destrozó mi mundo
—¿Por qué no se desbloquea? —me pregunté, apretando el botón una y otra vez, con la respiración agitada y las manos sudorosas. El teléfono, idéntico al mío, no reconocía mi huella. El mismo modelo, la misma funda azul con la esquina rota, pero la grieta estaba en el lado opuesto. No era mi teléfono. Era el de Daniel, mi esposo.
Todo pasó tan rápido. Salimos corriendo de casa porque el tráfico en la Ciudad de México no perdona, y en la prisa, tomé el teléfono equivocado. No me di cuenta hasta que, en el metro, intenté revisar mi lista de compras y la pantalla no se desbloqueó. Entonces, vibró. Un mensaje iluminó el fondo negro: “¿Nos vemos hoy?”
Sentí un escalofrío. Pensé que era una equivocación, un spam, algo sin importancia. Pero la curiosidad me ganó. Deslicé el dedo por el borde de la funda, buscando alguna señal de que todo era un malentendido. Otro mensaje apareció: “Dejaste tu sudadera aquí. Huele a ti.”
El corazón me latía tan fuerte que pensé que todos en el vagón podían oírlo. Miré a mi alrededor, buscando aire, pero solo encontré rostros cansados y ajenos. Me sentí sola, diminuta, como si el mundo se hubiera encogido de golpe.
No quería creerlo. Daniel y yo llevábamos ocho años juntos, cinco de casados. Habíamos construido una vida entre deudas, risas y peleas por quién lavaba los trastes. Siempre pensé que lo conocía mejor que a nadie. ¿Cómo podía estar pasando esto?
El metro llegó a mi estación. Salí casi corriendo, con el teléfono apretado en la mano como si fuera una bomba a punto de explotar. Caminé sin rumbo por las calles de la colonia Narvarte, ignorando el bullicio de los vendedores ambulantes y el olor a tacos al pastor que normalmente me abría el apetito.
Me senté en una banca del parque y respiré hondo. No podía abrir el teléfono, pero las notificaciones seguían llegando. “¿Te gustó lo de ayer? Yo no puedo dejar de pensar en ti.”
Las lágrimas me ardían en los ojos. No quería llorar en público, pero era imposible contenerme. ¿Quién era esa persona? ¿Desde cuándo? ¿Por qué?
Saqué mi propio teléfono del bolso y vi que tenía varias llamadas perdidas de Daniel. No contesté. En su lugar, le mandé un mensaje: “Tengo tu teléfono. Hablamos cuando llegue a casa.”
Pasé el resto del día en automático, fingiendo normalidad en la oficina. Mis compañeros me preguntaban si estaba bien y yo solo asentía, con una sonrisa forzada. Nadie sospechaba que mi mundo se estaba desmoronando.
Cuando llegué a casa esa noche, Daniel ya estaba ahí, sentado en la sala con las manos entrelazadas y la mirada clavada en el suelo. El silencio era tan denso que casi podía cortarse con un cuchillo.
—¿Dónde está mi teléfono? —preguntó sin mirarme.
—Aquí —respondí, lanzándolo sobre la mesa con más fuerza de la necesaria.
Él lo tomó y revisó la pantalla rápidamente. Vi cómo se le tensaban los músculos de la mandíbula.
—¿Leíste algo? —su voz era apenas un susurro.
—No pude desbloquearlo —mentí, aunque las notificaciones hablaban por sí solas.
Daniel se quedó callado. Yo esperaba una explicación, una mentira piadosa, algo que me ayudara a entender. Pero él solo suspiró y se cubrió la cara con las manos.
—Lo siento, Mariana —dijo finalmente—. No sé qué decirte.
Sentí que me rompía por dentro. Quise gritarle, insultarlo, pedirle que me dijera que todo era un malentendido. Pero no pude. Solo lloré en silencio.
—¿Quién es? —pregunté al fin, con la voz rota.
—Se llama Fernanda. La conocí en el trabajo. No planeé nada… simplemente pasó.
Me levanté de golpe. La rabia me quemaba la garganta.
—¿Simplemente pasó? ¿Y nuestra vida? ¿Y todo lo que hemos construido? ¿Eso también simplemente pasó?
Daniel no respondió. Solo bajó la cabeza y murmuró:
—No quería lastimarte.
—Pues lo lograste —escupí las palabras como veneno.
Esa noche dormí en el sofá, abrazando una almohada empapada en lágrimas. Los recuerdos me asaltaban: las vacaciones en Acapulco, las tardes viendo películas, las veces que nos prometimos que siempre estaríamos juntos pase lo que pase.
Al día siguiente, llamé a mi mamá. No sabía cómo decirle lo que había pasado. Ella siempre fue mi refugio, pero también la persona más dura cuando se trataba de enfrentar la realidad.
—Mamá… Daniel me engañó —dije entre sollozos.
Hubo un silencio largo al otro lado de la línea.
—Hija, sé que duele, pero tienes que ser fuerte. No eres la primera ni la última mujer a la que le pasa esto. ¿Qué vas a hacer?
No supe qué responderle. ¿Qué iba a hacer? ¿Perdonarlo? ¿Dejarlo? ¿Cómo se sigue adelante después de una traición así?
Los días pasaron lentos y pesados. Daniel intentó hablar conmigo varias veces, pero yo lo evitaba. No podía mirarlo sin recordar los mensajes, sin imaginarlo con otra mujer.
Una noche, mientras cenaba sola en la cocina, mi hermana menor, Lucía, llegó sin avisar. Me abrazó fuerte y me dijo:
—No estás sola, Mariana. Pase lo que pase, aquí estoy.
Su abrazo me hizo llorar otra vez, pero también me dio fuerzas. Empecé a pensar en mí misma, en lo que quería para mi vida. ¿Valía la pena seguir con alguien que me había mentido? ¿O era momento de empezar de nuevo?
La decisión no fue fácil. En Latinoamérica, muchas veces nos enseñan a aguantar, a perdonar por el bien de la familia. Pero yo ya no podía cargar con ese dolor.
Un mes después, le pedí a Daniel que se fuera de la casa. No fue una escena dramática; solo dos personas cansadas y heridas aceptando que su historia había terminado.
Ahora, mientras escribo esto desde mi pequeño departamento nuevo, todavía duele. Pero también siento una extraña paz. Sé que merezco algo mejor.
¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Perdonarían una traición así o buscarían empezar de nuevo? ¿Por qué en nuestra cultura tantas veces nos enseñan a quedarnos aunque nos duela?