El último invierno de Don Ernesto y Doña Carmen
—¿Carmen, estás ahí?— La voz de Ernesto suena apenas como un susurro entre las sábanas gastadas. El reloj marca las dos de la madrugada y afuera, en el patio del conventillo, el viento sacude las persianas con furia. Me acerco a su lado, le tomo la mano fría y huesuda. Siento cómo tiembla, cómo se le escapa la vida poco a poco.
—Sí, mi viejo, aquí estoy. No te vayas todavía— le digo, aunque sé que no depende de mí. El médico ya me lo advirtió: “Doña Carmen, prepárese. Don Ernesto está muy débil. Es cuestión de días”.
Pero ¿cómo se prepara una para perder al amor de su vida? ¿Cómo se aprende a respirar cuando el aire se va con él?
Ernesto y yo llevamos juntos más de cincuenta años. Nos conocimos en una milonga en San Telmo, cuando yo apenas tenía diecisiete y él era ese muchacho alto que bailaba como si el tango le saliera del alma. Nos casamos a escondidas porque mi madre no lo quería: “Ese Ernesto es un soñador, Carmen. Te va a hacer sufrir”. Y sí, sufrimos. Pero también reímos, criamos a nuestros hijos en este mismo departamento donde ahora la muerte ronda como un fantasma.
El invierno llegó temprano este año. La estufa apenas calienta y los recuerdos pesan más que las frazadas. Mis hijos viven lejos: Lucía en Córdoba, Martín en Rosario. Llaman de vez en cuando, prometen venir, pero siempre hay algo más urgente. “Mamá, el trabajo… los chicos… vos sabés”. Sí, sé. Por eso no los culpo. Pero duele.
Esta noche, mientras Ernesto duerme a ratos y delira con su infancia en Corrientes, yo me siento en la cocina y lloro en silencio. Me acuerdo de cuando bailábamos bajo la lluvia en Plaza Dorrego, cuando vendíamos empanadas para pagar el alquiler, cuando Martín se enfermó de neumonía y pasamos noches enteras rezando para que no se nos fuera también.
—¿Te acordás de cuando fuimos al Tigre?— murmura Ernesto de repente, abriendo los ojos con dificultad.
—Claro que me acuerdo. Vos te caíste al río y casi te ahogás— le respondo sonriendo entre lágrimas.
—Pero vos me salvaste… Siempre me salvaste, Carmencita.
Me aprieta la mano con una fuerza que no sé de dónde saca. Me mira como si quisiera grabar mi cara en su memoria para llevársela al otro lado.
—No quiero dejarte sola— dice con voz ronca.
—No vas a dejarme sola. Yo voy a estar bien…
Pero miento. No sé estar sola. No sé cómo será la vida sin sus chistes malos, sin su olor a tabaco y colonia barata, sin sus peleas por política cada domingo después del asado.
A la mañana siguiente llamo a Lucía:
—Hija, tu papá está muy mal. Si podés venir…
—Mamá, justo esta semana tengo mucho trabajo… ¿No puede esperar hasta el sábado?
Me dan ganas de gritarle que la muerte no espera, pero me trago las palabras. No quiero cargarla con mi angustia. Cuelgo y me siento más vieja que nunca.
Esa tarde viene Marta, la vecina del 3B. Trae sopa caliente y un abrazo apretado.
—Carmen, ¿querés que me quede un rato con vos?
Acepto porque ya no puedo fingir fortaleza. Marta me cuenta chismes del edificio: que Don Raúl del 2A se peleó otra vez con su nuera; que los chicos del 4C rompieron una ventana jugando al fútbol; que la inflación está peor que nunca. Cosas pequeñas que me distraen del dolor.
Por la noche, Ernesto tiene fiebre y empieza a hablar solo:
—Mamá… ¿dónde está mi mamá?
Le paso un paño húmedo por la frente y le canto bajito una zamba que solía tararear cuando los chicos eran chicos:
“Zamba para olvidar,
no sé si fue el vino o tu voz…”
Él sonríe apenas y se duerme otra vez.
Los días pasan lentos y pesados como plomo. El barrio sigue su ritmo: los colectivos rugen por la avenida, los vendedores ambulantes gritan sus ofertas, los vecinos discuten por el precio del pan. Pero aquí adentro todo es silencio y espera.
Una tarde recibo una llamada inesperada:
—Mamá, llego mañana a la mañana— dice Lucía con voz temblorosa.
Martín también promete venir el fin de semana. Siento alivio y culpa al mismo tiempo: alivio porque no estaré sola cuando llegue el final; culpa porque tuve que pedirlo casi rogando.
Esa noche me siento junto a Ernesto y le hablo como si pudiera escucharme desde algún lugar lejano:
—¿Sabés una cosa? Siempre tuve miedo de este momento. Pensé que iba a ser fuerte, pero no puedo… No puedo imaginarme sin vos.
Las lágrimas caen sobre su mano inmóvil. Le beso los nudillos gastados por años de trabajo en la carpintería. Recuerdo cómo construyó con sus propias manos la cuna de nuestros hijos, la mesa donde comimos tantas veces juntos.
Al día siguiente Lucía llega temprano. Se arrodilla junto a la cama de su padre y llora como cuando era niña y tenía pesadillas.
—Papá… perdoname por no haber venido antes…
Ernesto abre los ojos apenas un instante y sonríe débilmente:
—Siempre fuiste mi orgullo…
Martín llega al anochecer. Se sienta en silencio junto a su hermana y me toma la mano. Por primera vez en años estamos los tres juntos en esta casa llena de recuerdos.
Esa noche Ernesto parte en silencio, mientras afuera cae una lluvia fina sobre Buenos Aires. Lo abrazo hasta el final, sintiendo cómo su cuerpo se enfría poco a poco entre mis brazos.
El velorio es sencillo pero lleno de amor: vecinos, amigos del barrio, viejos compañeros del club de bochas vienen a despedirse. Lucía lee un poema; Martín pone un tango de Gardel en el celular. Yo apenas puedo hablar.
Cuando todos se van y la casa queda vacía, me siento frente a la ventana y miro cómo las luces del barrio titilan entre la niebla del invierno.
Me pregunto si podré aprender a vivir sin él. Si algún día este dolor dejará de doler tanto.
¿Es posible volver a empezar después de perderlo todo? ¿Cómo se sigue adelante cuando el amor de tu vida ya no está?