El viaje sin regreso de Mauricio

—¿Por qué no contestas, Mauricio? —susurré al teléfono por quinta vez esa noche, con la voz quebrada y las manos temblorosas. El reloj marcaba las once y media, y la promesa de que llamaría desde el hotel se había evaporado como el café frío que él dejó en el fregadero esa mañana.

Recuerdo cada detalle de ese día: el eco de sus pasos bajando las escaleras, el portazo, el sonido breve del claxon como despedida. «Vuelvo el domingo, amor», gritó desde la puerta, ajustándose el cuello del abrigo. Yo asentí, fingiendo una sonrisa, mientras sentía cómo el silencio se apoderaba de la casa, ese silencio que desde hacía años se había vuelto un huésped incómodo entre nosotros.

Mauricio trabajaba en una empresa de importaciones en Ciudad de México. Los viajes eran frecuentes, pero nunca había fallado en llamar. Esa noche, sin embargo, no hubo llamada. Ni mensajes. Solo un vacío que se fue llenando de ansiedad y preguntas sin respuesta.

Al día siguiente, marqué a su celular una y otra vez. Nada. Llamé al hotel donde supuestamente se hospedaría en Monterrey. «No tenemos ningún registro a nombre de Mauricio González», me dijo la recepcionista con voz cansada. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

—¿Mamá, papá va a volver? —preguntó mi hija Camila, de ocho años, con los ojos grandes y llenos de miedo. No supe qué responderle. La abracé fuerte, intentando transmitirle una seguridad que yo misma no sentía.

Pasaron los días y la angustia creció como una sombra. Fui a la policía, pero me dijeron que debía esperar 72 horas para reportar la desaparición. «A veces los hombres se van por un rato, señora», me dijo el agente con una sonrisa condescendiente. Sentí rabia e impotencia.

La familia de Mauricio tampoco sabía nada. Su madre, doña Teresa, vino a casa con lágrimas en los ojos y una bolsa de pan dulce. «Él nunca haría esto, hija», repetía una y otra vez. Pero yo ya no estaba tan segura.

El domingo llegó y pasó sin noticias. El lunes por la mañana recibí una llamada anónima. Una voz masculina, ronca y nerviosa:

—Deje de buscarlo. Mauricio no va a volver.

Me quedé helada. ¿Era una broma cruel? ¿Un secuestro? Llamé a la policía otra vez, pero no hicieron nada. «Sin pruebas ni amenazas claras, no podemos actuar».

Empecé a investigar por mi cuenta. Revisé sus correos electrónicos, sus redes sociales, sus cuentas bancarias. Descubrí transferencias extrañas a una cuenta desconocida en Guadalajara. Encontré mensajes en su WhatsApp con alguien guardado como «Luz». El tono era íntimo, cariñoso.

—¿Quién es Luz? —le pregunté a su mejor amigo, Ricardo, cuando vino a verme.

Ricardo bajó la mirada y suspiró.

—No quería ser yo quien te lo dijera… Mauricio llevaba meses viéndose con otra mujer. Lo supe porque me pidió que lo cubriera un par de veces.

Sentí que el mundo se me venía encima. ¿Toda nuestra vida era una mentira? ¿Por eso el silencio en casa? ¿Por eso las discusiones por tonterías?

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones: rabia, tristeza, culpa. Me preguntaba en qué momento dejamos de hablarnos realmente, cuándo fue que dejamos de ser un equipo para convertirnos en dos extraños bajo el mismo techo.

Una noche, mientras revisaba sus cosas buscando alguna pista más, encontré una carta escondida entre sus camisas:

«Querida Ana,

Sé que esto te va a doler más de lo que imaginas. No sé cómo llegamos hasta aquí, pero ya no puedo seguir viviendo esta mentira. Me voy porque necesito encontrarme a mí mismo y porque ya no puedo darte lo que mereces. No busques culpables; esto es solo mi cobardía y mi miedo hablando más fuerte que mi amor por ti y por Camila.

Perdóname si puedes.
Mauricio»

Leí la carta una y otra vez hasta que las lágrimas me nublaron la vista. No había secuestro ni crimen: solo una huida cobarde disfrazada de viaje de negocios.

La noticia corrió rápido entre la familia y los vecinos. Mi suegra dejó de hablarme; algunos amigos me miraban con lástima; otros cuchicheaban a mis espaldas sobre lo que «habré hecho yo» para que él se fuera así.

Pero lo peor fue explicarle a Camila que su papá no volvería.

—¿Fue mi culpa? —me preguntó una noche, abrazando su osito de peluche.
—No, mi amor —le respondí llorando—. Nada de esto es tu culpa.

Los meses pasaron y aprendí a vivir con el dolor y la vergüenza. Encontré trabajo como maestra en una escuela pública; Camila empezó terapia; poco a poco fuimos reconstruyendo nuestra vida sin Mauricio.

A veces me pregunto si alguna vez fui realmente feliz o si solo me aferré a la idea de una familia perfecta porque eso era lo que se esperaba de mí como mujer mexicana: aguantar, callar, perdonar siempre.

Hoy miro hacia atrás y me doy cuenta de que el silencio en casa era solo el reflejo del silencio dentro de mí misma: mis miedos, mis dudas, mi incapacidad para pedir ayuda o decir basta.

¿Hasta cuándo vamos a normalizar el abandono disfrazado de valentía? ¿Cuántas mujeres más tendrán que reconstruirse desde las ruinas del silencio?

¿Y tú? ¿Has sentido alguna vez ese vacío cuando alguien se va sin explicación?