En nombre del amor: La calle de las promesas

—Disculpa, ¿me puedes decir dónde queda la calle 19 con Séptima? Llevo media hora dando vueltas y nadie sabe ayudarme —me preguntó un chico con acento costeño, la voz entrecortada por el cansancio y una sonrisa que intentaba ocultar su frustración.

Yo estaba sentada en la acera, con la mochila entre las piernas y los audífonos puestos, tratando de ignorar el ruido de los buses y el bullicio del centro de Bogotá. No era mi mejor día: acababa de salir de una discusión con mi mamá y sentía que el mundo entero me quedaba grande. Pero algo en los ojos de ese desconocido me hizo quitarme los audífonos y responderle.

—¿La 19 con Séptima? —repetí, mirando el mapa en mi celular—. Es por allá, pero cuidado, esa zona es peligrosa a esta hora.

Él soltó una risa nerviosa y se acomodó la gran bolsa negra que llevaba al hombro.

—Gracias, de verdad. Me llamo Julián. ¿Y tú?

—Ana —dije, aunque todos me decían Anita. No sé por qué, pero sentí la necesidad de acompañarlo. Tal vez porque yo también estaba perdida, aunque no en las calles sino en mi propia vida.

Caminamos juntos entre vendedores ambulantes y oficinistas apurados. Julián me contó que venía de Barranquilla, que había llegado esa mañana buscando trabajo y que tenía una tía a la que no veía desde niño. Yo le hablé poco de mí; no quería mencionar la pelea con mi mamá ni el hecho de que mi papá nos había dejado hacía años para irse a Venezuela.

—¿Y tú qué haces por aquí sola? —me preguntó Julián, mirándome con curiosidad.

—A veces uno necesita perderse para encontrarse —respondí, intentando sonar profunda aunque ni yo misma entendía lo que decía.

Llegamos a la esquina de la 19 con Séptima justo cuando empezaba a lloviznar. Julián buscó en su celular el número de su tía y marcó varias veces sin respuesta. Lo vi morderse los labios, luchando contra las lágrimas.

—¿Sabes qué es lo peor? —me dijo en voz baja—. Que uno deja todo atrás pensando que va a encontrar algo mejor, pero aquí nadie te espera.

No supe qué decirle. Me vi reflejada en sus palabras: yo también sentía que nadie me esperaba en casa. Mi mamá trabajaba todo el día y cuando llegaba solo discutíamos por tonterías. Mi hermano menor apenas me hablaba desde que papá se fue.

—¿Tienes dónde quedarte esta noche? —le pregunté, sin pensarlo mucho.

Julián negó con la cabeza. Me contó que tenía algo de dinero para un hostal barato, pero no sabía si le alcanzaría para comer al día siguiente.

—Ven —le dije—. Conozco un sitio donde venden arepas baratas y café caliente. No es mucho, pero ayuda.

Caminamos bajo la lluvia hasta una cafetería diminuta donde el vapor empañaba los vidrios y el olor a maíz recién hecho llenaba el aire. Nos sentamos en una mesa junto a la ventana y compartimos historias mientras afuera la ciudad seguía su curso indiferente.

Esa noche, cuando volví a casa empapada y con el corazón apretado, encontré a mi mamá esperándome en la sala. Tenía los ojos rojos de tanto llorar.

—¿Dónde estabas, Ana? Me tenías preocupada —dijo con voz temblorosa.

No pude evitarlo: rompí a llorar también. Le conté todo sobre Julián, sobre cómo me sentía sola y perdida, sobre el miedo constante de no saber si algún día las cosas mejorarían para nosotras.

Mi mamá me abrazó fuerte, como cuando era niña y tenía pesadillas. Por primera vez en mucho tiempo hablamos sin gritos ni reproches. Me confesó que también se sentía sola desde que papá se fue, que le dolía verme tan distante y que no sabía cómo acercarse a mí.

Esa noche no dormí bien. Pensé en Julián, en su bolsa negra llena de sueños y recuerdos, en su esperanza rota al llegar a una ciudad donde nadie lo esperaba. Pensé en mi familia, en los silencios incómodos y las palabras no dichas.

Al día siguiente volví a buscarlo al hostal donde se estaba quedando. Lo encontré sentado en las escaleras, mirando el celular sin mucha esperanza.

—Mi tía no contesta —me dijo apenas me vio—. Creo que me equivoqué viniendo aquí.

Me senté a su lado y le ofrecí una empanada que había comprado camino al centro.

—A veces uno tiene que equivocarse para encontrar su camino —le dije—. Yo también estoy perdida, pero tal vez si nos acompañamos sea más fácil.

Así empezó nuestra amistad: dos almas errantes buscando sentido en medio del caos bogotano. Conseguimos trabajos temporales repartiendo volantes y vendiendo dulces en TransMilenio. Compartimos risas, lágrimas y hasta los pocos pesos que lográbamos juntar cada día.

Pero no todo fue fácil. Un día Julián recibió una llamada inesperada: su tía había muerto hacía meses y nadie le avisó. Lo vi romperse en mil pedazos frente a mí, gritando su rabia contra un destino injusto.

—¿Por qué la vida es tan cruel? —me preguntó entre sollozos—. ¿Por qué siempre nos toca perder?

No tenía respuestas para él. Solo pude abrazarlo y prometerle que no estaba solo.

Con el tiempo, mi relación con mi mamá mejoró. Empezamos a hablar más, a compartir pequeñas alegrías cotidianas: un café por la tarde, una película los domingos, una llamada rápida solo para saber cómo estábamos. Aprendí a perdonarla por sus errores y ella aprendió a escucharme sin juzgarme.

Julián encontró trabajo estable en una panadería del barrio y yo empecé a estudiar diseño gráfico en las noches. Seguíamos viéndonos cada semana para recordar juntos que aún había esperanza, aunque fuera pequeña.

A veces pienso en todo lo que pasó desde aquel día en que un desconocido me pidió ayuda para encontrar una calle perdida en Bogotá. Pienso en las vueltas que da la vida, en cómo los caminos se cruzan cuando menos lo esperas.

Hoy miro atrás y me pregunto: ¿cuántas veces hemos estado perdidos sin atrevernos a pedir ayuda? ¿Cuántos Julián hay allá afuera esperando una mano amiga?

Tal vez nunca encuentre todas las respuestas, pero sé que mientras haya alguien dispuesto a escuchar y acompañar, ningún camino será demasiado largo ni ninguna ciudad demasiado grande.