Encuentro Inesperado en el Colectivo: La Historia de Mariana y Julián

—¿Te sentís bien? —me preguntó una voz desconocida, mientras yo apenas lograba mantenerme en pie, aferrada al caño del colectivo 60. El sudor me corría por la frente y sentía que mis piernas ya no me respondían después de doce horas entre la oficina y el local de empanadas.

—Sí, sí, gracias —mentí, aunque mi cuerpo gritaba lo contrario. El colectivo iba tan lleno que el aire parecía no circular; los vidrios empañados y el murmullo de la gente me daban ganas de llorar. Pensé en mi mamá, en casa con mi hermanito, esperando que yo llegara con algo para cenar. Pensé en mi jefe gritándome porque me equivoqué con una factura. Pensé en todo lo que no había salido bien ese día.

El chico que me habló se levantó y me ofreció su asiento. Tenía una mochila gastada y ojeras profundas, como si él también cargara con el peso del mundo. Dudé un segundo, pero mis rodillas cedieron antes de que pudiera negarme.

—Gracias… —susurré, sintiéndome culpable por ocupar su lugar.

—No pasa nada. Yo también estoy muerto, pero vos parecés peor —me dijo con una sonrisa cansada.

Me reí, aunque no tenía ganas. Él se sostuvo del caño frente a mí y, por un momento, compartimos ese silencio incómodo de dos desconocidos que se reconocen en el cansancio ajeno.

—¿Venís de laburar? —preguntó.

—Sí… doble turno. ¿Y vos?

—Reparto pedidos en bici. Hoy me tocó hasta tarde porque uno faltó. Ya ni siento las piernas —contestó, y noté que tenía las manos llenas de pequeñas heridas.

Me sorprendió lo fácil que fue hablar con él. En Buenos Aires nadie te mira a los ojos en el colectivo; todos están demasiado ocupados sobreviviendo. Pero esa noche, entre el traqueteo del motor y los bocinazos de la avenida Cabildo, sentí que podía confiarle mi agotamiento a ese extraño.

—A veces siento que no llego más… —confesé sin pensar.

—¿A casa o a fin de mes? —bromeó Julián, y ambos nos reímos con esa risa amarga de los que entienden demasiado bien la pregunta.

El colectivo frenó de golpe y casi caemos encima de una señora que protestó en voz alta. Julián se disculpó y yo aproveché para mirar por la ventana: la ciudad seguía su ritmo frenético, indiferente a nuestro cansancio.

—¿Vivís lejos? —me preguntó.

—En Munro. ¿Vos?

—En San Martín. Pero hoy duermo en lo de mi primo porque mañana tengo que arrancar temprano por acá —dijo, y noté un dejo de tristeza en su voz.

Me animé a preguntarle por su familia. Me contó que su mamá se había ido a España cuando él era chico y que su papá apenas aparecía para pedirle plata. Vivía solo desde los diecisiete. Sentí un nudo en la garganta; yo también había aprendido a ser fuerte demasiado pronto.

—¿Y vos? —me devolvió la pregunta.

Le hablé de mi mamá, de cómo se rompía el lomo limpiando casas para pagar el alquiler y de mi hermanito Lautaro, que soñaba con ser futbolista pero no tenía ni para los botines.

—¿Nunca pensaste en irte? —me preguntó Julián, bajando la voz.

—A veces sí… pero ¿a dónde? ¿Y dejar a mi familia sola? No sé si podría —respondí, sintiendo una mezcla de culpa y resignación.

El colectivo se vació un poco y Julián se sentó a mi lado. Por primera vez en mucho tiempo sentí que alguien realmente me escuchaba.

—Yo también sueño con irme… pero siempre hay algo que me ata acá —dijo él, mirando sus zapatillas rotas.

Nos quedamos callados un rato. Pensé en todas las veces que había soñado con otra vida: estudiar psicología, viajar por Latinoamérica, escribir un libro. Pero cada día parecía más imposible salir del círculo: trabajo-mal pago-cansancio-familia-problemas.

De repente, Julián sacó una empanada envuelta en papel aluminio de su mochila.

—¿Querés? Me sobró una del pedido anterior. No está caliente pero zafa —ofreció.

La acepté sin dudar. Compartimos esa empanada como si fuera un banquete. Me hizo acordar a cuando era chica y mi papá todavía estaba; los domingos comíamos juntos aunque fuera arroz con huevo.

El colectivo frenó cerca de mi parada. Sentí ganas de llorar otra vez, pero esta vez era distinto: no era solo cansancio, era también alivio por haber encontrado a alguien igual de roto pero dispuesto a compartir su asiento y su comida.

—Gracias por el lugar… y la charla —le dije antes de bajar.

—Gracias a vos por no dejarme sentir tan solo —me respondió Julián, apretando mi mano un segundo más de lo necesario.

Caminé las cuadras hasta mi casa con la empanada aún tibia en el estómago y una pregunta dándome vueltas en la cabeza: ¿cuántos como nosotros viajan cada noche soñando con algo mejor? ¿Alcanza con un gesto pequeño para cambiarle el día a alguien?

Esa noche abracé fuerte a mi hermanito y le conté del chico del colectivo. Mi mamá me miró con ojos cansados pero llenos de ternura. Pensé en Julián durmiendo en el sillón de su primo y deseé que al menos soñara bonito.

A veces pienso que estamos todos esperando ese pequeño milagro: un asiento libre, una empanada compartida, una charla sincera en medio del caos. ¿Será suficiente para seguir adelante mañana?

¿Y vos? ¿Alguna vez sentiste que un gesto mínimo te salvó el día o te devolvió la esperanza?