Entre Cuatro Paredes: La Carga de los Recuerdos

—Mamá, ya no puedes seguir sola aquí —la voz de Mariana retumba en la sala vacía, rebotando entre las paredes que han sido testigos de mi vida entera. Ella está parada frente a mí, con los brazos cruzados y los ojos llenos de preocupación. Yo apenas puedo sostenerle la mirada. Afuera, la lluvia golpea los ventanales del departamento en la colonia Narvarte, y cada gota parece marcar el paso del tiempo que se me escapa.

Cuarenta años. Aquí, en este pequeño departamento de dos habitaciones, vi crecer a Mariana, celebré cumpleaños con piñatas y pastel de tres leches, lloré la muerte de mi esposo, Ernesto, y aprendí a sobrevivir con su ausencia. Aquí, entre estas paredes, me convertí en madre, en viuda y en la mujer que soy ahora. ¿Cómo se deja todo eso atrás?

—No entiendes, Mariana —le digo con voz temblorosa—. Cada cosa aquí tiene una historia. El sillón donde Ernesto leía el periódico los domingos, la mesa donde hacíamos tamales en Navidad, hasta las grietas en la pared tienen su razón de ser.

Mariana suspira. Sé que está cansada. Ha venido desde Monterrey solo para convencerme de vender el departamento y mudarme con ella y su familia. Dice que allá estaré mejor, que podré ver crecer a mis nietos, que ya no tendré que preocuparme por la inseguridad ni por subir las escaleras con las bolsas del súper.

Pero yo no quiero irme. No quiero dejar atrás los recuerdos, ni enfrentar el vacío de un lugar nuevo donde nadie sabe quién fui ni lo que perdí.

—Mamá, ¿de verdad prefieres quedarte aquí sola? —insiste Mariana—. ¿No te das cuenta de que te estás apagando?

Me quedo callada. No sé cómo explicarle que la soledad aquí es distinta. Aquí, al menos, tengo a Ernesto en cada esquina; allá solo tendré el eco de mi propia nostalgia.

Esa noche no duermo. Camino descalza por el departamento, tocando las paredes como si fueran piel viva. En la cocina aún cuelga el delantal azul que Ernesto me regaló en nuestro aniversario número veinte. En el cuarto de Mariana todavía están sus muñecas guardadas en una caja bajo la cama. Cada objeto es un ancla.

Al día siguiente Mariana insiste en mostrarme fotos de su casa en Monterrey: un jardín enorme, una cocina moderna, cuartos para todos. Me habla de sus hijos, mis nietos, que apenas conozco porque siempre estoy «muy ocupada» o «muy cansada» para viajar.

—Mamá, allá podrías empezar de nuevo —me dice—. No tienes que quedarte atrapada en el pasado.

Pero ¿cómo se empieza de nuevo cuando todo lo que amas está aquí?

Esa tarde recibo la visita de doña Lupita, mi vecina del 401. Trae pan dulce y café recién hecho.

—¿Es cierto que te vas? —pregunta mientras sirve el café.

—No sé —respondo—. Mariana quiere que me mude con ella… pero siento que si me voy, pierdo todo lo que soy.

Doña Lupita asiente con tristeza.

—A mí también me costó cuando se fue mi hijo a Canadá —dice—. Pero uno aprende a soltar poquito a poquito. Si no, la vida se le va quedando chiquita a uno.

Esa noche sueño con Ernesto. Lo veo sentado en el sillón, sonriendo como antes. Me dice: «No te quedes por mí. Vive por ti».

Me despierto llorando. Mariana me encuentra sentada en la sala al amanecer.

—¿Estás bien? —pregunta suavemente.

—No lo sé —le digo—. Tengo miedo. Miedo de olvidar, miedo de no pertenecer…

Ella se sienta a mi lado y me toma la mano.

—Yo también tengo miedo, mamá —susurra—. Miedo de perderte aquí sola.

Nos quedamos así un rato largo, escuchando el silencio del departamento. De pronto me doy cuenta de que lo único constante en mi vida ha sido el cambio: la llegada de Mariana, la partida de Ernesto, los vecinos que vienen y van…

Quizá doña Lupita tiene razón: uno aprende a soltar poquito a poquito.

Días después Mariana regresa a Monterrey y yo me quedo sola otra vez. Pero algo ha cambiado dentro de mí. Empiezo a guardar algunas cosas en cajas: los libros viejos de Ernesto, las fotos familiares, los juguetes de Mariana. Cada objeto guardado es una despedida pequeña pero necesaria.

Un día bajo al parque y veo a los niños jugando fútbol entre los árboles mojados por la lluvia reciente. Me siento en una banca y respiro hondo. Por primera vez en mucho tiempo siento que tal vez sí puedo empezar de nuevo.

Cuando Mariana llama esa noche le digo:

—Quizá sí sea hora de irme contigo… pero prométeme que no olvidaré quién fui aquí.

Ella llora al otro lado del teléfono y yo también.

Ahora miro las cajas apiladas junto a la puerta y pienso: ¿Cuánto pesa realmente un recuerdo? ¿Es posible llevarse el pasado sin dejarlo atrás?

¿Ustedes qué harían? ¿Se atreverían a soltarlo todo para empezar otra vez?