Entre dos fuegos: Cuando mi suegra tomó el control de mi vida
—¿Otra vez llegas tarde, Mariana? —la voz de doña Carmen retumbó en la cocina, mezclándose con el golpeteo de la lluvia contra el techo de lámina.
Me quedé parada en la puerta, empapada, con las bolsas del mercado colgando de mis manos. Sentí su mirada recorrerme de arriba abajo, buscando defectos, motivos para su siguiente reproche. Mi esposo, Andrés, estaba en el trabajo; solo éramos ella y yo, atrapadas en esa casa que parecía encogerse cada día más.
—Perdón, doña Carmen. Había mucho tráfico —respondí, intentando sonar tranquila. Pero por dentro hervía. No era la primera vez que me hacía sentir como una intrusa en mi propio hogar.
Ella suspiró exageradamente y se acercó para revisar las bolsas. —¿Y los tomates? Te pedí tomates para la salsa. ¿No puedes hacer ni eso bien?
Sentí un nudo en la garganta. Quise gritarle que sí los había comprado, que estaban en la bolsa azul, pero me contuve. Sabía que cualquier palabra podía encender una pelea peor. Desde que Andrés y yo nos casamos y nos mudamos a su casa en Xalapa porque él perdió el trabajo durante la pandemia, mi vida se convirtió en una batalla silenciosa contra su madre.
Las primeras semanas intenté ganarme su cariño: cocinaba sus platillos favoritos, limpiaba hasta el último rincón y le preguntaba por historias de su juventud en Veracruz. Pero nada era suficiente. Siempre encontraba algo mal: que si la sopa estaba desabrida, que si no tendía bien las camas, que si gastaba mucho gas.
Una noche, después de una discusión por el control remoto, me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Me miré al espejo y apenas me reconocí: ojeras profundas, labios apretados, el brillo de mis ojos apagado por el cansancio y la tristeza.
Andrés intentaba mediar, pero casi siempre terminaba del lado de su madre. “Es que así es ella”, me decía. “Ya está grande, hay que tenerle paciencia”. Pero ¿quién tenía paciencia conmigo?
El punto de quiebre llegó ese viernes lluvioso. Mientras preparaba la cena, doña Carmen entró a la cocina y empezó a mover las ollas sin decir palabra. Sentí su desaprobación como un peso sobre mis hombros.
—¿Por qué no haces las cosas como yo te digo? —me espetó de pronto—. Si sigues así, Andrés se va a cansar de ti.
Me quedé helada. Esa frase fue como una puñalada. Me giré hacia ella con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Por qué me odia tanto? —le pregunté con voz temblorosa—. Yo solo quiero ayudar…
Ella me miró con una mezcla de sorpresa y desprecio.
—No te odio, Mariana. Pero tú no eres suficiente para mi hijo. Nadie lo será.
Salí corriendo al patio bajo la lluvia. El agua fría me empapó el rostro y sentí que por fin podía respirar lejos de su veneno. Me senté en un rincón y lloré como una niña perdida.
Esa noche Andrés llegó tarde. Cuando le conté lo sucedido, solo suspiró y me abrazó sin decir nada. Sentí su cariño, pero también su impotencia.
Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Doña Carmen apenas me dirigía la palabra; yo evitaba cruzarme con ella. Empecé a tener pesadillas: soñaba que me ahogaba en un cuarto oscuro mientras ella reía desde la puerta.
Un domingo por la tarde, mientras lavaba los platos, escuché a doña Carmen hablando por teléfono con su hermana en Puebla:
—Esta muchacha no sirve para nada… Si por mí fuera, ya la habría corrido…
Me temblaron las manos y rompí un vaso sin querer. El ruido la hizo voltear y nuestras miradas se cruzaron. Por primera vez vi miedo en sus ojos.
Esa noche decidí hablar con Andrés seriamente.
—No puedo más —le dije—. O buscamos nuestro propio lugar o me voy a volver loca.
Él guardó silencio largo rato. Finalmente asintió.
—Tienes razón, Mariana. No quiero perderte… Mañana mismo busco algo aunque sea pequeño.
La noticia cayó como bomba en la casa. Doña Carmen lloró y nos acusó de abandonarla. Andrés se sintió culpable; yo también, pero sabía que era necesario para salvar nuestro matrimonio y mi salud mental.
El día que nos mudamos a un cuartito rentado en Coatepec, sentí una mezcla de alivio y tristeza. Dejábamos atrás años de historia familiar, pero también una cárcel invisible.
Al principio fue difícil: el dinero apenas alcanzaba para lo básico; extrañaba mi casa y hasta los regaños de doña Carmen. Pero poco a poco recuperé mi alegría: pinté las paredes de colores vivos, llené la cocina de plantas y aprendí a disfrutar del silencio.
Con el tiempo, Andrés y yo volvimos a reír juntos. A veces visitábamos a doña Carmen los domingos; ella seguía siendo dura conmigo, pero ya no podía herirme igual.
Un día me atreví a preguntarle:
—¿Por qué siempre fue tan dura conmigo?
Ella bajó la mirada y murmuró:
—Tenía miedo de quedarme sola…
En ese momento entendí que detrás de su dureza había una soledad profunda, un miedo tan grande como el mío.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven atrapadas entre el deber familiar y su propia felicidad? ¿Cuántas veces callamos por miedo a herir o ser heridas? ¿Vale la pena sacrificar nuestra paz por complacer a otros?
¿Ustedes qué harían si estuvieran entre dos fuegos?